Lectura del santo evangelio según san Juan (20,2-8):
El primer día de la semana, María Magdalena echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús, y les dijo: «Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.»
Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro; y, asomándose, vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo y el sudario con que le habían cubierto la cabeza, no por el suelo con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Palabra del Señor
Reflexión de Hoy
San Juan, Apóstol y Evangelista
Seguimos en plena octava de Navidad, y la liturgia nos presenta de nuevo a otro testigo y Apóstol de la Buena Noticia: San Juan. Aquel joven discípulo que aparece en el Evangelio de hoy, “al que tanto quería Jesús”, debió ser el mismo que años más tarde recogería lo que sus ojos vieron y sus oídos oyeron en el que conocemos como Evangelio de San Juan. Matizaciones exegéticas aparte, lo cierto es que la tradición nos ha transmitido que un tal Juan, Apóstol del Señor, seguramente el más joven de ellos y que pudo gozar de un cariño especial por parte de Jesús, fue testigo de la Resurrección y estuvo detrás de la confección del último de los Evangelios. En él nos ha dejado textos especialmente profundos e inspirados sobre el Misterio del Hijo de Dios, como el que escuchamos en la Eucaristía del día de Navidad, así como relatos que no aparecen en ninguno de los otros Evangelios. También se atribuyen a San Juan las Cartas que llevan su nombre: de la primera de ellas es la primera lectura de hoy.
San Juan es testigo directo del Misterio del Dios Encarnado por Amor. Lo visto, lo oído, lo contemplado y palpado es lo que lo que nos ha transmitido: la Palabra de la Vida que “se hizo visible” en la persona, palabra y vida de aquel tal Jesús. Declara haberlo hecho “para que estéis unidos con nosotros” por el mismo amor que la comunidad cristiana recibe de la unión del Padre y del Hijo. Y para que “nuestra alegría sea completa”. Enamorado de Cristo, llamado por él a ser su testigo, Juan no puede sino anunciar a todos el Amor sin medida que ha descubierto en su Señor.
También nosotros somos testigos de Cristo, nacido de María, Palabra Encarnada, muerto en la Cruz, Salvador y Vida en la Resurrección. No testigos directos, pero de algún modo también somos testigos de su presencia en el Espíritu: lo sentimos en el corazón, se manifiesta en la comunidad, viene a nosotros en la Eucaristía y en los que sufren, nos llena de alegría, paz y esperanza. Y escuchamos en lo más profundo de nosotros mismos su llamada a ser sus testigos, para que crezca la comunidad de hermanos unidos en el Hijo y en el Padre por el Espíritu Santo, y para que nuestra alegría, también la de la Iglesia y la de Dios mismo, sean completas.
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