La Revolución Científica
Recientes investigaciones están poniendo de relieve hasta qué punto el cristianismo influyó en el nacimiento de la ciencia.
Los mitos heredados nunca mueren, como los viejos “cowboys” del oeste. Uno de ellos, heredado por los filósofos de la Ilustración, es la idea según la cual la ciencia moderna surge en el siglo XVII contrapuesta a la “ignorancia científica y el oscurantismo medieval”. Sin embargo, las recientes investigaciones sobre la historia de las ciencias están poniendo de relieve hasta qué punto el cristianismo influyó en el nacimiento de la ciencia. Los comienzos de la revolución científica suelen situarse con la fundación de la “Royal Society” (1600), primera institución científica moderna, y la primera edición de los “Principia” de Isaac Newton (1687), como modelo de la nueva mecánica y la astronomía y de las demás ciencias experimentales. Los historiadores se han preguntado: ¿qué hizo posible que la “revolución científica” naciera en este lugar y en este momento?
Hoy día es innegable la conexión entre la ciencia moderna y la idea judeo-cristiana de “creación”. En las épocas anteriores al judaísmo y al cristianismo, los pensadores creían que el mundo era una prolongación de Dios, que había surgido como una “degradación” de la esencia divina. Es el “emanatismo”. Por el contrario, la idea de creación proclama que el mundo no es “divino”. No está gobernado por seres caprichosos, por monstruos y geniecillos. En él se trasluce la sabiduría y el poder de Dios, pero el mundo goza de autonomía y de sus leyes propias. El ser humano tiene capacidad para conocer el mundo y sus leyes, y encuadrarlo dentro de sus limitados conceptos mentales.
En este sentido, la creación es como un segundo libro donde Dios nos habla, después de la Biblia, y la actividad científica era el arte de descifrar ese lenguaje de Dios. Galileo Galilei, en su obra “Il Saggiatore” (1623), exhorta a leer directamente las ciencias “en este libro inmenso que se encuentra continuamente abierto ante nuestros ojos (quiero decir el universo)”; pero previene que ese libro “está escrito en lengua matemática, y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin cuyo medio es humanamente imposible entender una palabra”. El científico y filósofo Robert Boyle, concebirá también la naturaleza como “un romance bien construido” por “la mano omniscente de Dios”.
Hoy día es innegable la conexión entre la ciencia moderna y la idea judeo-cristiana de “creación”. En las épocas anteriores al judaísmo y al cristianismo, los pensadores creían que el mundo era una prolongación de Dios, que había surgido como una “degradación” de la esencia divina. Es el “emanatismo”. Por el contrario, la idea de creación proclama que el mundo no es “divino”. No está gobernado por seres caprichosos, por monstruos y geniecillos. En él se trasluce la sabiduría y el poder de Dios, pero el mundo goza de autonomía y de sus leyes propias. El ser humano tiene capacidad para conocer el mundo y sus leyes, y encuadrarlo dentro de sus limitados conceptos mentales.
En este sentido, la creación es como un segundo libro donde Dios nos habla, después de la Biblia, y la actividad científica era el arte de descifrar ese lenguaje de Dios. Galileo Galilei, en su obra “Il Saggiatore” (1623), exhorta a leer directamente las ciencias “en este libro inmenso que se encuentra continuamente abierto ante nuestros ojos (quiero decir el universo)”; pero previene que ese libro “está escrito en lengua matemática, y sus caracteres son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin cuyo medio es humanamente imposible entender una palabra”. El científico y filósofo Robert Boyle, concebirá también la naturaleza como “un romance bien construido” por “la mano omniscente de Dios”.
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