Además de los santos de primera hay por el mundo algunos santos de segunda y bastantes de tercera.
Joseph Malegue -ese gran novelista cristiano que en España no ha sido ni siquiera traducido- dejó a medio escribir una novela cuyo título era el mismo que yo he puesto a este artículo. Y en ella -por los pocos fragmentos que se conocen- desarrollaba una idea ya varias veces apuntada en sus obras anteriores: que para profundizar en los fenómenos religiosos no hay que explorar sólo en el alma de los grandes santos, de los santos de primera, de los aristócratas de la santidad, sino que «las almas modestas contaban también; contaban además las clases medias de la santidad».
Nada más cierto. Porque tal vez estamos demasiado acostumbrados a trazar una distinción excesivamente neta entre la santidad y la mediocridad. A un lado estarían esas diez docenas de titanes del espíritu que tomaron el evangelio por donde más quemaba y realizaron una vida incandescente. Al otro estaríamos nosotros, los que vegetamos en el cristianismo.
Y ésta es una distinción, además de falsa, terriblemente desalentadora. Pensamos: como yo no tendré jamás el coraje de ser un Francisco de Asís, vamos a limitarnos a cumplir y a esperar que Dios nos meta al final en el cielo por la puerta de servicio. La santidad se nos presenta así como una zarza incombustible, imposible no sólo para nosotros, sino incluso para cualquiera que viva en nuestras circunstancias. Además, pensamos para agravar las cosas, los santos hacen milagros y nosotros ya tenemos bastante con no hacer pecados. La solución es la siesta.
Pero, si abrirnos con más atención los ojos, vemos que además de los santos de primera hay por el mundo algunos santos de segunda y bastantes de tercera. Esa buena gente que ama a Dios, esas personas que, cuando estarnos con ellas, nos dan el sentimiento casi físico de la presencia viva de Dios; almas sencillas, pero entregadas; normales, pero fidelísimas. Auténticas clases medias de la santidad.
Quien más, quien menos, todos hemos encontrado en el mundo dos o tres docenas de almas así. Y hemos sido felices de estar a su lado. Y hemos pensado que, con un poco más de esfuerzo, hasta nosotros podríamos parecemos un poco a ellas. Y sentirnos que este tipo de personas sostienen nuestra fe y que, en definitiva, en su sencillez, son una de las grandes señales de la presencia de Dios en la Iglesia.
Yo he conocido a muchos de estos santos de tercera o segunda -empezando por mis padres- a quienes no canonizaría. Incluso me daría un poco de risa imaginármelos con un arito en torno a la cabeza y ellos se pondrían muy colorados si alguien se lo colocara. Pero, sin embargo, me han parecido almas tan verdaderas, que en ellas he visto siempre reflejado lo que más me gusta de Dios: su humildad.
Creo que de esto se habla poco. Y, no obstante, yo creo que tiene razón Moeller cuando escribe que «el centro del cristianismo es el misterio de esta humildad de Dios». Es cierto: en el catecismo nos hablaron mucho del Dios todopoderoso y a veces llegamos a imaginarnos a un Dios soberbio, cuajado de pedrerías, actuando siempre a través de milagros y hablando con voz tonante. Pero la realidad es que, cuando Dios se hizo visible, todo fue humilde y sencillo. Se hizo simplemente un hombre a quien sus enemigos pudieron abofetear sin que sacara terribles relámpagos del cielo. Un Dios que es humilde en su revelación, hecha a través de textos también humildes, difíciles de interpretar, expuestos a tergiversaciones, mucho menos claros de los que escribiría un matemático perfeccionista. Un Dios humilde en su Iglesia, que no construyó como una elite de perfectos, sino como una esposa indefensa y mil veces equivocada, tartamudeante y armada con una modesta honda y unos pocos guijarros frente al Goliat del mundo. Humilde también en la tierra en que quiso nacer, en esa Palestina que ni es un prodigio de belleza física ni un paraíso de orden, una especie de Suiza del espíritu.
«El Señor de la gloria -escribe también Moeller- no ha querido ni el poder ni la nada, ni el trueno ni el silencio del abismo, pues el poder tiránico a la sombría nada son lo contrario del amor. El amor quiere la dulzura humilde y gratuita, no se defiende, ofrece de antemano su cuello a los verdugos y, sin embargo, es más poderoso que la muerte y mil torrentes de agua no podrán extinguir el fuego de la caridad. El amor quiere también la vida, la dulce vida; el amor da la vida y no la nada.»
Por eso a este Dios humilde le van muy bien los santos humildes y pequeños, los santos del aprobadillo. Y es una suerte que nos permite no desanimarnos a quienes tenemos un amor de hoguera (¡o de cerilla!) y jamás llegaremos a su amor de volcán.
Incluso el camino hacia Dios está muy bien hecho. Es como un monte al que hay que subir. Y tiene dos caminos: uno de cabras, que va en derechura desde la falda a la cima, escarpado, durísimo, empinadísimo, y un camino carretero, que sube también, pero en zig-zag, dando vueltas y vueltas en espiral hacia la cumbre.
Los santos, los verdaderos santos, suben por el de cabras, dejándose la piel en las esquinas de las rocas. Ellos lo dan todo de una vez, viven hora a hora en la tensión del amor perfecto.
Pero los demás temblamos ante ese camino. No porque no tengamos pulmones para ello -porque los santos no tienen mejor «madera» que nosotros, sino porque somos cobardes y le damos a Dios trozos de amor, guardándonos en el zurrón buenos pedazos de amor propio.
Naturalmente, a quien Dios le dé el coraje del camino de cabras, que San Pedro se lo bendiga y multiplique. Pero, en definitiva, lo que importa es subir, lo necesario es amar, aunque sea con un amor tartamudo. Y, entonces, bendito sea el camino carretero.
Con la ventaja, además, de que, en cada vuelta del camino, el camino carretero se cruza un momento con el de cabras: son esos instantes de verdadera santidad que todos, por fortuna, tenemos. Hay incluso veces en las que -sobre todo en la juventud- nos atrevemos a hacer algún trecho por la senda de cabras, aunque luego regrese la flojera y volvamos a tomar el camino en espiral. Bien, lo importante es seguir subiendo, seguir amando, aunque se haga mal.
Lo que no hay que olvidar es que, al final de la escalada, cuando ya se está cerca de la cima, los dos caminos, el carretero y el de cabras, desaparecen. Y entonces ya sólo queda la roca viva. Por la que sólo se puede subir con guía. 0 llevados en brazos. Como Dios nos llevará a todos en el último repechón que conduce al abrazo en la muerte.
Nada más cierto. Porque tal vez estamos demasiado acostumbrados a trazar una distinción excesivamente neta entre la santidad y la mediocridad. A un lado estarían esas diez docenas de titanes del espíritu que tomaron el evangelio por donde más quemaba y realizaron una vida incandescente. Al otro estaríamos nosotros, los que vegetamos en el cristianismo.
Y ésta es una distinción, además de falsa, terriblemente desalentadora. Pensamos: como yo no tendré jamás el coraje de ser un Francisco de Asís, vamos a limitarnos a cumplir y a esperar que Dios nos meta al final en el cielo por la puerta de servicio. La santidad se nos presenta así como una zarza incombustible, imposible no sólo para nosotros, sino incluso para cualquiera que viva en nuestras circunstancias. Además, pensamos para agravar las cosas, los santos hacen milagros y nosotros ya tenemos bastante con no hacer pecados. La solución es la siesta.
Pero, si abrirnos con más atención los ojos, vemos que además de los santos de primera hay por el mundo algunos santos de segunda y bastantes de tercera. Esa buena gente que ama a Dios, esas personas que, cuando estarnos con ellas, nos dan el sentimiento casi físico de la presencia viva de Dios; almas sencillas, pero entregadas; normales, pero fidelísimas. Auténticas clases medias de la santidad.
Quien más, quien menos, todos hemos encontrado en el mundo dos o tres docenas de almas así. Y hemos sido felices de estar a su lado. Y hemos pensado que, con un poco más de esfuerzo, hasta nosotros podríamos parecemos un poco a ellas. Y sentirnos que este tipo de personas sostienen nuestra fe y que, en definitiva, en su sencillez, son una de las grandes señales de la presencia de Dios en la Iglesia.
Yo he conocido a muchos de estos santos de tercera o segunda -empezando por mis padres- a quienes no canonizaría. Incluso me daría un poco de risa imaginármelos con un arito en torno a la cabeza y ellos se pondrían muy colorados si alguien se lo colocara. Pero, sin embargo, me han parecido almas tan verdaderas, que en ellas he visto siempre reflejado lo que más me gusta de Dios: su humildad.
Creo que de esto se habla poco. Y, no obstante, yo creo que tiene razón Moeller cuando escribe que «el centro del cristianismo es el misterio de esta humildad de Dios». Es cierto: en el catecismo nos hablaron mucho del Dios todopoderoso y a veces llegamos a imaginarnos a un Dios soberbio, cuajado de pedrerías, actuando siempre a través de milagros y hablando con voz tonante. Pero la realidad es que, cuando Dios se hizo visible, todo fue humilde y sencillo. Se hizo simplemente un hombre a quien sus enemigos pudieron abofetear sin que sacara terribles relámpagos del cielo. Un Dios que es humilde en su revelación, hecha a través de textos también humildes, difíciles de interpretar, expuestos a tergiversaciones, mucho menos claros de los que escribiría un matemático perfeccionista. Un Dios humilde en su Iglesia, que no construyó como una elite de perfectos, sino como una esposa indefensa y mil veces equivocada, tartamudeante y armada con una modesta honda y unos pocos guijarros frente al Goliat del mundo. Humilde también en la tierra en que quiso nacer, en esa Palestina que ni es un prodigio de belleza física ni un paraíso de orden, una especie de Suiza del espíritu.
«El Señor de la gloria -escribe también Moeller- no ha querido ni el poder ni la nada, ni el trueno ni el silencio del abismo, pues el poder tiránico a la sombría nada son lo contrario del amor. El amor quiere la dulzura humilde y gratuita, no se defiende, ofrece de antemano su cuello a los verdugos y, sin embargo, es más poderoso que la muerte y mil torrentes de agua no podrán extinguir el fuego de la caridad. El amor quiere también la vida, la dulce vida; el amor da la vida y no la nada.»
Por eso a este Dios humilde le van muy bien los santos humildes y pequeños, los santos del aprobadillo. Y es una suerte que nos permite no desanimarnos a quienes tenemos un amor de hoguera (¡o de cerilla!) y jamás llegaremos a su amor de volcán.
Incluso el camino hacia Dios está muy bien hecho. Es como un monte al que hay que subir. Y tiene dos caminos: uno de cabras, que va en derechura desde la falda a la cima, escarpado, durísimo, empinadísimo, y un camino carretero, que sube también, pero en zig-zag, dando vueltas y vueltas en espiral hacia la cumbre.
Los santos, los verdaderos santos, suben por el de cabras, dejándose la piel en las esquinas de las rocas. Ellos lo dan todo de una vez, viven hora a hora en la tensión del amor perfecto.
Pero los demás temblamos ante ese camino. No porque no tengamos pulmones para ello -porque los santos no tienen mejor «madera» que nosotros, sino porque somos cobardes y le damos a Dios trozos de amor, guardándonos en el zurrón buenos pedazos de amor propio.
Naturalmente, a quien Dios le dé el coraje del camino de cabras, que San Pedro se lo bendiga y multiplique. Pero, en definitiva, lo que importa es subir, lo necesario es amar, aunque sea con un amor tartamudo. Y, entonces, bendito sea el camino carretero.
Con la ventaja, además, de que, en cada vuelta del camino, el camino carretero se cruza un momento con el de cabras: son esos instantes de verdadera santidad que todos, por fortuna, tenemos. Hay incluso veces en las que -sobre todo en la juventud- nos atrevemos a hacer algún trecho por la senda de cabras, aunque luego regrese la flojera y volvamos a tomar el camino en espiral. Bien, lo importante es seguir subiendo, seguir amando, aunque se haga mal.
Lo que no hay que olvidar es que, al final de la escalada, cuando ya se está cerca de la cima, los dos caminos, el carretero y el de cabras, desaparecen. Y entonces ya sólo queda la roca viva. Por la que sólo se puede subir con guía. 0 llevados en brazos. Como Dios nos llevará a todos en el último repechón que conduce al abrazo en la muerte.
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