EDUCAR ES AMAR JOSE LUIS GONZALEZ


Hay que reconocer que parte de las increencias de hoy pueden deberse a empachos de ayer



Un compañero de la «Tele» me cuenta que cuando el mes pasado visitaba, con su equipo, Egipto para realizar varias filmaciones, fue recibido en El Cairo por el director general de la Televisión Egipcia. Y que éste, después de darles todas las facilidades para su trabajo, se despidió de ellos regalándoles un ejemplar del Corán, no sin antes poner respetuosamente los labios sobre la portada del libro. «Que Alá os proteja en vuestra tarea», les dijo. Y lo hizo -me dice mi compañero- con un respeto, una naturalidad tal, que el grupo de españoles, no creyentes la mayoría, se sintió sinceramente emocionado.

Y ahora, díganme ustedes si se imaginan a cualquiera de los altos jefes de Televisión Española haciendo un gesto semejante. O díganme si les cabe en la cabeza que el director general de alguna gran empresa pudiera hacer algo parecido regalando una Biblia a unos visitantes extranjeros. Díganme, incluso, más si lo haría con esa espontánea sinceridad un arzobispo español a un grupo de desconocidos. Me temo que todos ellos encontrarían ocho mil razones («¿Qué van a pensar?» «¡Cualquiera sabe si serán creyentes!» «A lo mejor se ríen del regalo») para no hacerlo o para ponerse coloradísimos ante la simple idea.

La verdad es que lo que más se aprende en un viaje por Oriente es la absoluta naturalidad con la que lo religioso se inserta en la vida de los creyentes. Mi primer recuerdo de los países árabes es el de un musulmán postrado en el aeropuerto de El Cairo haciendo sus oraciones sobre el cemento de la pista, insensible al gruñido de los motores de los aviones.

He visto amigos judíos profundamente creyentes que, también con plena naturalidad y sin escrúpulos, cumplían en público algunas prescripciones de su religión que para un no judío resultaban absolutamente ridículas, pero que realizadas con aquella seriedad terminaban siendo conmovedoras. Y en las calles de la India uno puede encontrarse docenas de gurús y santones que muestran su desnudez o se en- cierran en la contemplación sin que la curiosidad de los turistas o los fotógrafos les produzca el menor embarazo.

Pero aquí es otra cosa: aquí oscilamos entre el orgullo agresivo por ser católicos y la vergüenza de demostrarlo en público. Aún no hace muchos días un amigo me contaba que, en una de esas largas esperas de los aeropuertos, decidió rezar el rosario. Y su mujer le decía: «Pero pasa las cuentas con él en el bolsillo. Se van a reír de nosotros.» Y mi amigo le respondió: «Si a aquella parejita del sillón de enfrente no le da vergüenza besarse en público, ¿por qué me va a mi darla el rezar?»

SI, ha habido tiempos en los que en España casi contaba más el exhibicionismo religioso que la misma fe. No faltaban quienes convertían su creencia en una cierta agresividad y se la metían hasta en la sopa a quienes no la tenían. Y hay que reconocer que parte de las increencias de hoy pueden deberse a empachos de ayer. Gentes que se vieron obligadas a ir a misa a diario en los colegios o rosarios rezados «a la fuerza» en algunos hogares te dicen hoy que ya hicieron en sus años infantiles o juveniles suficientes actos religiosos para toda la vida.

Pero ahora hemos emigrado al hemisferio de la «vergüenza». Periódicos hay que ignoran las noticias religiosas o sólo las dan cuando son estrambóticas, porque piensan que eso es cosa sólo de curas. Dueños hay de salas de cine a quienes aterra la idea de proyectar un filme religioso -que, además, ya prácticamente sólo los hay en las filmotecas- por miedo a coger fama de beatos. Universitarios que se pondrían colorados antes que confesar que van a misa los domingos. Curas, incluso, que procuran hablar de «lo que la gente habla», porque conversar en una cafetería sobre temas religiosos es algo que «no se lleva».

Yo supongo que esto es, en parte, la vieja ley del péndulo y que esta «moda de la vergüenza» se nos pasará cuando nos demos cuenta de lo ridícula que es. Pero es, de todos modos, un signo bastante triste de nuestra colectiva cobardía.

Pero obsérvese bien que no estoy pidiendo que regresemos al «orgullo exterior» de ser católicos, sino simplemente a serlo con espontaneidad y a expresarlo naturalmente. No se trata de convertir a los cristianos en hinchas futbolísticos, que sólo saben hablar de su propio equipo, sino en gente a quien la fe le salga por las obras como sale de los pulmones la respiración.

Claro que hay que empezar por tener el corazón muy en Dios para hablar bien de él. El cristiano es un apóstol, no un charlatán de feria. Y tiene que empezar por cumplir aquel consejo que daba Von Hügel: «Cuando el cristianismo es odiado por el mundo, la hazaña que al cristiano le corresponde realizar no es mostrar elocuencia de palabra, sino grandeza de alma. Por eso no hables demasiado de las cosas grandes: déjalas crecer en ti.»

Cuando hayan crecido lo suficiente, la fe saldrá en nuestras palabras como les brotan las rosas a los rosales.

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