La percepción que tenemos de nuestros hijos influye en su comportamiento...
Por: P. Juan Antonio Torres, L.C. | Fuente: Catholic.net
Una historia antigua
La percepción que tenemos de nuestros hijos influye en su comportamiento, aunque no nos demos cuenta. Es lo que en psicología se llama el efecto Pigmalión.
Muchos de los mitos de la antigua Grecia han servido como fundamento para caracterizar diversos tipos de comportamiento. Así, por ejemplo, Sigmund Freud fundamentó una parte de su teoría en los mitos de Edipo y Electra.
Cuenta Ovidio en su Metamorfosis que Pigmalión, rey de Chipre, esculpió una estatua con la figura ideal de la mujer. Le gustó tanto su obra que quiso que se convirtiera en un ser real. EI deseo fue muy fuerte e hizo todo lo que pudo para conseguirlo. Pidió ayuda a Venus Afrodita, la diosa del amor, la cual realizó su sueño. Así nació Galatea, su mujer ideal.
En este mito griego se encierran significados complejos que se replican en la educación de los hijos, la enseñanza de los alumnos y, a veces, en el estilo para dirigir al personal de una organización.
¿Puedo predecir el futuro?
Cuando alguien anticipa un hecho, existen muchas probabilidades de que se cumpla. A este fenómeno en psicología social se le llama "realización automática de las predicciones" y también se le conoce como "el efecto Pigmalión" o "la profecía que se cumple a sí misma".
Podríamos decir que el efecto Pigmalión es el proceso por el cual las creencias y expectativas de una persona afectan de tal manera su conducta que ésta provoca en los demás una respuesta que confirma dichas expectativas. Es un modelo de relaciones interpersonales según el cual las expectativas, positivas o negativas, de una persona influyen realmente en aquella otra con la que se relaciona.
Mi hijo será como lo veo
Este fenómeno se da cuando existen relaciones de dependencia entre las personas: padres e hijos, profesores y alumnos, jefes y subordinados, etc. El porqué de que esto suceda estaría relacionado con una energía sutil que las personas somos capaces de enviar a otras.
Los padres, los maestros y los jefes tienen una fantasía respecto de cómo debe ser y funcionar un hijo, un alumno o un colaborador ideal, por lo que dichas expectativas terminan condicionando el desempeño de los dependientes.
Johann W. Goethe dijo que "si tomamos a los hombres tal y como son, los haremos peores de lo que son. Pero si los tratamos como si fueran lo que deberían ser, los llevaremos adonde tienen que ser llevados".
El efecto Pigmalión parte de tres supuestos:
1. Creer firmemente en un hecho.
2. Tener la expectativa de que se va a cumplir.
3. Acompañar con mensajes que animen su consecución.
Muchos psicólogos han hecho diversas pruebas para comprobar este efecto, y han demostrado que sólo la expectativa puede influir en la conducta de los otros.
En el campo de la educación, el efecto Pigmalión fue introducido por el psicólogo estadounidense Robert Rosenthal, quien realizó un experimento con alumnos y maestros para demostrar que los estudiantes obtenían mejores rendimientos y un mayor desarrollo personal en la medida en que las expectativas de sus educadores eran mayores.
Esto se comprobó mediante una serie de experimentos aplicados con tests de inteligencia a estudiantes con dificultades escolares. Posteriormente, a los maestros se les comunicaban los resultados falseados, en los cuales los muchachos aparecían como mucho más inteligentes de lo que en realidad obtenían en el test. La consecuencia fue que esos alumnos pasaron a ser los más destacados en clase y mostraron una inteligencia por encima del promedio. La razón de esa superación estribó en que los estudiantes se sintieron más capaces.
Lo anterior se debió, principalmente, a que los profesores esperaban siempre buenos rendimientos de estos alumnos a los que se les había presentado como especialmente inteligentes. Movidos por este preconcepto, los maestros aplaudían cualquier pequeño acierto y disimulaban los pequeños fallos.
El efecto de esta predisposición positiva de los profesores era que aumentaba en estos alumnos la confianza en sí mismos y, en consecuencia, mejoraba su rendimiento.
"Para el profesor Fernández yo seré siempre un niño travieso porque él me trata siempre como a un niño travieso; pero yo sé que para ti puedo ser un gran hombre, porque tú siempre me has tratado y me seguirás tratando como un gran hombre".
¿Cómo vemos a nuestros hijos?
(Ejercicio)
Revisar el concepto que tengo de cada uno de mis hijos.
1. ¿Cómo los veo?
2. ¿Mi visión de cada uno es objetiva?
3. ¿Los minusvaloro?
4. ¿Les exijo más de lo que pueden dar?
5. ¿Les doy confianza?
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(Lectura para los hijos)
Robin Hood conoce al Pequeño Juan
(Versión de Henry Gilbert)
De cuando en cuando se requiere un renegado legendario para dar lecciones de justicia, generosidad, caballerosidad y camaradería. Robin Hood y su alegre banda merodearon en los bosques de Sherwood, en Nottinghamshire, y Barnsdale, en Yorkshire, en los días en que el rey Ricardo Corazón de León se encontraba lejos luchando en las Cruzadas, y el astuto y codicioso príncipe Juan gobernaba en su ausencia. En esta historia, un loable espíritu deportivo gracia en la victoria, humor en la derrota constituye la clave de la buena amistad.
Una vez Robin Hood viajaba por el bosque de Barnsdale cuando llegó a un ancho arroyo cruzado por una angosta viga de roble. Su anchura sólo permitía que pasara un hombre por vez, y desde luego no tenía barandas. Robin avanzó un metro cuando un hombre alto apareció en la otra orilla, saltó sobre el puente y también comenzó a cruzar.
Se detuvieron y se miraron con mal ceño cuando estaban a sólo tres metros.
-¿Dónde están tus modales, amigo? -preguntó Robin-. ¿No viste que yo estaba en el puente antes que tú plantaras en él tus grandes pies? ¡Retrocede!
-Retrocede tú, cabeza de alcornoque -replicó el otro-. El pequeño debe ceder el paso al más grande.
-Eres un forastero por estos lares, cabeza de chorlito -dijo Robin-. Tu lengua de palurdo te delata. Te daré una buena lección en modales de Barnsdale, si no retrocedes y me dejas pasar.
-Así diciendo, tomó su arco y apuntó una flecha.
El hombre alto la miró con un destello entre risueño y colérico en los ojos.
-Si esta es tu lección de modales de Barnsdale -replicó
-, es una lección de cobardes. Allí estás, con un arco en la mano, dispuesto a dispararle a un hombre que sólo está armado con un cayado.
Robin vaciló. Estaba furioso con el forastero, pero le agradaba el carácter directo y franco del gigante.
-Como quieras -dijo-. Aguarda aquí.
Regresó a la orilla, donde cortó una gruesa rama y la talló hasta darle el peso y la longitud que deseaba. Luego volvió al puente.
-Bien -dijo Robin-, prepárate para un pequeño juego. Quien caiga del puente al arroyo pierde la batalla. ¿Preparado? ¡Ya!
Ante el primer golpe de la vara de Robin, el fornido forastero comprendió que no se las veía con un novato, y pronto descubrió que el brazo de Robin era tan fuerte como el suyo. Durante largo tiempo las varas giraron como brazos de molino, y cuando chocaban, el crujido de la madera reverberaba en los árboles de ambas márgenes del arroyo. El forastero embistió, y asestó un duro golpe en el cráneo de Robin.
-¡El primer golpe es tuyo! -exclamó Robin.
-¡Y el segundo es tuyo! -dijo el gigante con una risa bienhumorada, frotándose una nueva magulladura en el antebrazo izquierdo.
Ahora los golpes descendían con la celeridad del rayo, y aun los huesos de ambos hombres crujían. Mantener el equilibrio en el puente era casi imposible. Había que pisar con sumo cuidado, y el impacto de cada golpe dado o recibido amenazaba con tumbarlos.
Robin asestó un golpe en la coronilla del grandote, pero al instante el forastero le propinó un feroz mandoble que le hizo perder el equilibrio. Robin cayó al agua con un estruendoso chapoteo.
Por un momento el gigante pareció sorprendido de no ver a su oponente. Enjugándose el sudor de los ojos, exclamó:
-Hola, jovencito, ¿adonde has ido?
Se agachó preocupadamente, y miró el agua que corría debajo del puente.
-Por San Pedro -exclamó-, espero que ese valiente no se haya hecho
daño.
-¡A fe que no! -dijo una voz corriente abajo-. Aquí estoy, grandullón, en perfecto estado. Has vencido, y no necesitaré cruzar el puente.
Robin se encaramó a la orilla, se arrodilló y se enjuagó la cara en el agua. Cuando se levantó, se encontró con el forastero al lado, mojándose la cabeza.
-¿Qué? -exclamó Robin-. ¿No has continuado tu viaje? ¡Tenías tanta prisa por cruzar el puente, y ahora has regresado!
-No me lo reproches, buen amigo -dijo el gigante-. No tengo adonde ir. Soy sólo un siervo que ha escapado de su señor, y esta noche, en vez de mi cálida choza, sólo tengo un arbusto donde dormir. Pero me gustaría estrecharte la mano antes de partir, pues eres un luchador diestro y aguerrido.
Robin extendió el brazo sin reservas, y se estrecharon la mano con fuerza y simpatía.
-Quédate un poco -dijo Robin-. Tal vez desees cenar antes de reanudar la marcha.
Con estas palabras, Robin se llevó el cuerno a los labios y sopló una nota que resonó en el bosque, haciendo que los grajos echaran a volar y los animales buscaran refugio. Luego se oyó un ruido, como si varios venados corrieran por la arboleda, y pronto varios hombres salieron de la oscura muralla de árboles.
-Vaya, buen Robin -dijo uno-, ¿qué te ha sucedido? ¡Estás calado hasta los huesos!
-No tiene importancia -rió Robin-. ¿Veis a este hombre alto? Luchamos en el puente con nuestros cayados, y él me derribó.
-¡A él, muchachos! -exclamaron los hombres de Robin, lanzándose sobre el forastero-. ¡Arrojadlo al agua y que se moje bien!
-No, no -gritó Robin, riendo-. Calma, muchachos. No le guardo rencor, pues es un sujeto honesto y valiente. Escucha, hombre -le dijo al forastero-. Somos renegados, valientes que se ocultan de los malos señores en el bosque, y nos dedicamos a robar a los ricos lo que han robado a los pobres. Únete a nosotros si quieres. Puedo prometerte buenos porrazos y mucha diversión.
-Por la tierra y el agua, seré tu hombre -exclamó el forastero, tomando la mano de Robin-. Nunca he oído palabras tan dulces, y de todo corazón seré tu servidor y el de tus camaradas.
-¿Cómo te llamas, buen hombre? Preguntó Robin.
-Juan de los Rastrojos -respondió el otro, y luego, con una risotada-, pero me dicen Juan el Pequeño.
Los otros también rieron, y se adelantaron para darle la mano. Luego regresaron deprisa al campamento, donde una gran marmita de hierro los aguardaba sobre una fogata, exhalando aromas tentadores para hombres a quienes el aire del bosque despertaba el apetito. Reuniéndose en torno de Juan el Pequeño, que los superaba a todos en estatura, los renegados alzaron sus picheles hacia un gran casco de madera, para llenarlos de cerveza hasta el borde.
-Ahora, amigos -exclamó Robin-, bautizaremos a nuestro nuevo camarada para darle la bienvenida a nuestro grupo de hombres libres del bosque. Hasta ahora lo han llamado Juan el Pequeño, y sin duda es un dulce bebé. Pero de ahora en adelante se llamará Pequeño Juan. ¡Tres hurras, muchachos, por Pequeño Juan!
¡Cómo hacían vibrar el atardecer! Las hojas temblaban con sus gritos. Luego arrojaron sus picheles de cerveza, se reunieron en torno de la marmita, sumergieron sus cuencos en el sabroso guisado e iniciaron el banquete.
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La percepción que tenemos de nuestros hijos influye en su comportamiento, aunque no nos demos cuenta. Es lo que en psicología se llama el efecto Pigmalión.
Muchos de los mitos de la antigua Grecia han servido como fundamento para caracterizar diversos tipos de comportamiento. Así, por ejemplo, Sigmund Freud fundamentó una parte de su teoría en los mitos de Edipo y Electra.
Cuenta Ovidio en su Metamorfosis que Pigmalión, rey de Chipre, esculpió una estatua con la figura ideal de la mujer. Le gustó tanto su obra que quiso que se convirtiera en un ser real. EI deseo fue muy fuerte e hizo todo lo que pudo para conseguirlo. Pidió ayuda a Venus Afrodita, la diosa del amor, la cual realizó su sueño. Así nació Galatea, su mujer ideal.
En este mito griego se encierran significados complejos que se replican en la educación de los hijos, la enseñanza de los alumnos y, a veces, en el estilo para dirigir al personal de una organización.
¿Puedo predecir el futuro?
Cuando alguien anticipa un hecho, existen muchas probabilidades de que se cumpla. A este fenómeno en psicología social se le llama "realización automática de las predicciones" y también se le conoce como "el efecto Pigmalión" o "la profecía que se cumple a sí misma".
Podríamos decir que el efecto Pigmalión es el proceso por el cual las creencias y expectativas de una persona afectan de tal manera su conducta que ésta provoca en los demás una respuesta que confirma dichas expectativas. Es un modelo de relaciones interpersonales según el cual las expectativas, positivas o negativas, de una persona influyen realmente en aquella otra con la que se relaciona.
Mi hijo será como lo veo
Este fenómeno se da cuando existen relaciones de dependencia entre las personas: padres e hijos, profesores y alumnos, jefes y subordinados, etc. El porqué de que esto suceda estaría relacionado con una energía sutil que las personas somos capaces de enviar a otras.
Los padres, los maestros y los jefes tienen una fantasía respecto de cómo debe ser y funcionar un hijo, un alumno o un colaborador ideal, por lo que dichas expectativas terminan condicionando el desempeño de los dependientes.
Johann W. Goethe dijo que "si tomamos a los hombres tal y como son, los haremos peores de lo que son. Pero si los tratamos como si fueran lo que deberían ser, los llevaremos adonde tienen que ser llevados".
El efecto Pigmalión parte de tres supuestos:
1. Creer firmemente en un hecho.
2. Tener la expectativa de que se va a cumplir.
3. Acompañar con mensajes que animen su consecución.
Muchos psicólogos han hecho diversas pruebas para comprobar este efecto, y han demostrado que sólo la expectativa puede influir en la conducta de los otros.
En el campo de la educación, el efecto Pigmalión fue introducido por el psicólogo estadounidense Robert Rosenthal, quien realizó un experimento con alumnos y maestros para demostrar que los estudiantes obtenían mejores rendimientos y un mayor desarrollo personal en la medida en que las expectativas de sus educadores eran mayores.
Esto se comprobó mediante una serie de experimentos aplicados con tests de inteligencia a estudiantes con dificultades escolares. Posteriormente, a los maestros se les comunicaban los resultados falseados, en los cuales los muchachos aparecían como mucho más inteligentes de lo que en realidad obtenían en el test. La consecuencia fue que esos alumnos pasaron a ser los más destacados en clase y mostraron una inteligencia por encima del promedio. La razón de esa superación estribó en que los estudiantes se sintieron más capaces.
Lo anterior se debió, principalmente, a que los profesores esperaban siempre buenos rendimientos de estos alumnos a los que se les había presentado como especialmente inteligentes. Movidos por este preconcepto, los maestros aplaudían cualquier pequeño acierto y disimulaban los pequeños fallos.
El efecto de esta predisposición positiva de los profesores era que aumentaba en estos alumnos la confianza en sí mismos y, en consecuencia, mejoraba su rendimiento.
"Para el profesor Fernández yo seré siempre un niño travieso porque él me trata siempre como a un niño travieso; pero yo sé que para ti puedo ser un gran hombre, porque tú siempre me has tratado y me seguirás tratando como un gran hombre".
¿Cómo vemos a nuestros hijos?
(Ejercicio)
Revisar el concepto que tengo de cada uno de mis hijos.
1. ¿Cómo los veo?
2. ¿Mi visión de cada uno es objetiva?
3. ¿Los minusvaloro?
4. ¿Les exijo más de lo que pueden dar?
5. ¿Les doy confianza?
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Robin Hood conoce al Pequeño Juan
(Versión de Henry Gilbert)
De cuando en cuando se requiere un renegado legendario para dar lecciones de justicia, generosidad, caballerosidad y camaradería. Robin Hood y su alegre banda merodearon en los bosques de Sherwood, en Nottinghamshire, y Barnsdale, en Yorkshire, en los días en que el rey Ricardo Corazón de León se encontraba lejos luchando en las Cruzadas, y el astuto y codicioso príncipe Juan gobernaba en su ausencia. En esta historia, un loable espíritu deportivo gracia en la victoria, humor en la derrota constituye la clave de la buena amistad.
Una vez Robin Hood viajaba por el bosque de Barnsdale cuando llegó a un ancho arroyo cruzado por una angosta viga de roble. Su anchura sólo permitía que pasara un hombre por vez, y desde luego no tenía barandas. Robin avanzó un metro cuando un hombre alto apareció en la otra orilla, saltó sobre el puente y también comenzó a cruzar.
Se detuvieron y se miraron con mal ceño cuando estaban a sólo tres metros.
-¿Dónde están tus modales, amigo? -preguntó Robin-. ¿No viste que yo estaba en el puente antes que tú plantaras en él tus grandes pies? ¡Retrocede!
-Retrocede tú, cabeza de alcornoque -replicó el otro-. El pequeño debe ceder el paso al más grande.
-Eres un forastero por estos lares, cabeza de chorlito -dijo Robin-. Tu lengua de palurdo te delata. Te daré una buena lección en modales de Barnsdale, si no retrocedes y me dejas pasar.
-Así diciendo, tomó su arco y apuntó una flecha.
El hombre alto la miró con un destello entre risueño y colérico en los ojos.
-Si esta es tu lección de modales de Barnsdale -replicó
-, es una lección de cobardes. Allí estás, con un arco en la mano, dispuesto a dispararle a un hombre que sólo está armado con un cayado.
Robin vaciló. Estaba furioso con el forastero, pero le agradaba el carácter directo y franco del gigante.
-Como quieras -dijo-. Aguarda aquí.
Regresó a la orilla, donde cortó una gruesa rama y la talló hasta darle el peso y la longitud que deseaba. Luego volvió al puente.
-Bien -dijo Robin-, prepárate para un pequeño juego. Quien caiga del puente al arroyo pierde la batalla. ¿Preparado? ¡Ya!
Ante el primer golpe de la vara de Robin, el fornido forastero comprendió que no se las veía con un novato, y pronto descubrió que el brazo de Robin era tan fuerte como el suyo. Durante largo tiempo las varas giraron como brazos de molino, y cuando chocaban, el crujido de la madera reverberaba en los árboles de ambas márgenes del arroyo. El forastero embistió, y asestó un duro golpe en el cráneo de Robin.
-¡El primer golpe es tuyo! -exclamó Robin.
-¡Y el segundo es tuyo! -dijo el gigante con una risa bienhumorada, frotándose una nueva magulladura en el antebrazo izquierdo.
Ahora los golpes descendían con la celeridad del rayo, y aun los huesos de ambos hombres crujían. Mantener el equilibrio en el puente era casi imposible. Había que pisar con sumo cuidado, y el impacto de cada golpe dado o recibido amenazaba con tumbarlos.
Robin asestó un golpe en la coronilla del grandote, pero al instante el forastero le propinó un feroz mandoble que le hizo perder el equilibrio. Robin cayó al agua con un estruendoso chapoteo.
Por un momento el gigante pareció sorprendido de no ver a su oponente. Enjugándose el sudor de los ojos, exclamó:
-Hola, jovencito, ¿adonde has ido?
Se agachó preocupadamente, y miró el agua que corría debajo del puente.
-Por San Pedro -exclamó-, espero que ese valiente no se haya hecho
daño.
-¡A fe que no! -dijo una voz corriente abajo-. Aquí estoy, grandullón, en perfecto estado. Has vencido, y no necesitaré cruzar el puente.
Robin se encaramó a la orilla, se arrodilló y se enjuagó la cara en el agua. Cuando se levantó, se encontró con el forastero al lado, mojándose la cabeza.
-¿Qué? -exclamó Robin-. ¿No has continuado tu viaje? ¡Tenías tanta prisa por cruzar el puente, y ahora has regresado!
-No me lo reproches, buen amigo -dijo el gigante-. No tengo adonde ir. Soy sólo un siervo que ha escapado de su señor, y esta noche, en vez de mi cálida choza, sólo tengo un arbusto donde dormir. Pero me gustaría estrecharte la mano antes de partir, pues eres un luchador diestro y aguerrido.
Robin extendió el brazo sin reservas, y se estrecharon la mano con fuerza y simpatía.
-Quédate un poco -dijo Robin-. Tal vez desees cenar antes de reanudar la marcha.
Con estas palabras, Robin se llevó el cuerno a los labios y sopló una nota que resonó en el bosque, haciendo que los grajos echaran a volar y los animales buscaran refugio. Luego se oyó un ruido, como si varios venados corrieran por la arboleda, y pronto varios hombres salieron de la oscura muralla de árboles.
-Vaya, buen Robin -dijo uno-, ¿qué te ha sucedido? ¡Estás calado hasta los huesos!
-No tiene importancia -rió Robin-. ¿Veis a este hombre alto? Luchamos en el puente con nuestros cayados, y él me derribó.
-¡A él, muchachos! -exclamaron los hombres de Robin, lanzándose sobre el forastero-. ¡Arrojadlo al agua y que se moje bien!
-No, no -gritó Robin, riendo-. Calma, muchachos. No le guardo rencor, pues es un sujeto honesto y valiente. Escucha, hombre -le dijo al forastero-. Somos renegados, valientes que se ocultan de los malos señores en el bosque, y nos dedicamos a robar a los ricos lo que han robado a los pobres. Únete a nosotros si quieres. Puedo prometerte buenos porrazos y mucha diversión.
-Por la tierra y el agua, seré tu hombre -exclamó el forastero, tomando la mano de Robin-. Nunca he oído palabras tan dulces, y de todo corazón seré tu servidor y el de tus camaradas.
-¿Cómo te llamas, buen hombre? Preguntó Robin.
-Juan de los Rastrojos -respondió el otro, y luego, con una risotada-, pero me dicen Juan el Pequeño.
Los otros también rieron, y se adelantaron para darle la mano. Luego regresaron deprisa al campamento, donde una gran marmita de hierro los aguardaba sobre una fogata, exhalando aromas tentadores para hombres a quienes el aire del bosque despertaba el apetito. Reuniéndose en torno de Juan el Pequeño, que los superaba a todos en estatura, los renegados alzaron sus picheles hacia un gran casco de madera, para llenarlos de cerveza hasta el borde.
-Ahora, amigos -exclamó Robin-, bautizaremos a nuestro nuevo camarada para darle la bienvenida a nuestro grupo de hombres libres del bosque. Hasta ahora lo han llamado Juan el Pequeño, y sin duda es un dulce bebé. Pero de ahora en adelante se llamará Pequeño Juan. ¡Tres hurras, muchachos, por Pequeño Juan!
¡Cómo hacían vibrar el atardecer! Las hojas temblaban con sus gritos. Luego arrojaron sus picheles de cerveza, se reunieron en torno de la marmita, sumergieron sus cuencos en el sabroso guisado e iniciaron el banquete.
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