Virtudes y valores
Una historia de amor está compuesta también por momentos difíciles.
Por: Javier Vidal-Quadras | Fuente: www.opusdei.org
Por: Javier Vidal-Quadras | Fuente: www.opusdei.org
“Los casados –recordaba san Josemaría– están llamados a santificar su matrimonio y a santificarse en esa unión; cometerían por eso un grave error, si edificaran su conducta espiritual a espaldas y al margen de su hogar”[1].
Nadie se casa para separarse. Nadie trae un hijo al mundo para hacerlo infeliz. Y, sin embargo, la realidad muestra a diario situaciones difíciles, no queridas, que parecen negar premisas tan evidentes como estas.
Una decisión de vértigo
Ciertamente, casarse para siempre no es una decisión fácil. Como todo compromiso definitivo, produce un vértigo existencial. Pero, una vez tomada, con plena conciencia y determinación, el vértigo desaparece y se transforma en seguridad y alegría.
La libertad ha hablado, y el espíritu atento descubre entonces un nuevo horizonte de libertad: no tiene sentido detenerse en el pasado, pensando en lo que se ha dejado atrás; el nuevo futuro descubierto ofrece un panorama de crecimiento personal que el alma enamorada se ve impelida a recorrer. Las riendas de nuestro amor están ahora en nuestras manos y no al albur de las circunstancias.
Naturalmente, no es un recorrido sin espinas. Habrá dificultades, y se intuyen. Pero tras ese sí que no admite vuelta atrás, se percibe también el valor para afrontarlas. La vida ha adquirido sentido y se descubre una nueva misión, que arroja una luz inédita sobre toda la existencia.
Algunos, por miedo a esas espinas, intentan evitar amar con esta profundidad de vida. Es comprensible. El amor es paradójico, pues, por una parte, nos hace fuertes para afrontar las dudas, los obstáculos y los conflictos que podrán aparecer a lo largo del camino; pero, por otra, nos hace frágiles, deja a la intemperie nuestros puntos débiles. Quien ama se expone al dolor, ya que aquellos a quienes amamos también tienen la capacidad de hacernos sufrir.
Ciertas técnicas o filosofías orientales ofrecen otro camino: no sientas y no sufrirás. Sin embargo, la ausencia de dolor no equivale a la felicidad. El que ama se hace vulnerable, es cierto. Pero, en el matrimonio auténtico, la vulnerabilidad, por ser recíproca, se puede aceptar sin miedo: me entrego a mi cónyuge y sé que mi cónyuge se entrega a mí. Mi vulnerabilidad cobra fuerza en sus manos, y su entrega se hace fuerte en las mías.
La primera condición para superar las dificultades en el matrimonio es no extrañarse de que un día puedan surgir. Son un terreno por el que nuestro amor tendrá que transitar algún día. Como en una ascensión a la montaña, cuando se tiene clara la meta, las dificultades no son ajenas a la travesía, forman parte de ella, y el reto consiste en poner ingenio y fortaleza para superarlas. Como ha dicho el papa Francisco, quienes afrontan así el matrimonio son “hombres y mujeres lo suficientemente valientes para llevar este tesoro en las «vasijas de barro» de nuestra humanidad”, y constituyen “un recurso esencial para la Iglesia, también para todo el mundo”[2].
Podemos distinguir las dificultades que pueden surgir en la vida matrimonial y familiar en tres grupos: las procedentes del entorno, las que provienen de los hijos y las que afectan al matrimonio mismo. El camino que sugiero para superarlas es el mismo en los tres casos: unidad. Unidad familiar, unidad matrimonial y unidad personal.
Dificultades del entorno: unidad familiar
Por entorno me refiero aquí al ámbito próximo pero diferente de la familia íntima. Pueden ser problemas de trabajo o económicos, la enfermedad de un padre o una madre, controversias entre familiares o amigos.
El criterio seguro para afrontar estas dificultades, que por su misma diversidad no admiten soluciones uniformes, es la unidad familiar. La mejor manera de afrontarlas es integrarlas en la dinámica familiar. No dejar que actúen como un factor externo de desestabilización personal.
En la familia, las alegrías se multiplican y las penas se dividen. Cuando la amenaza es exterior a la familia, es la familia entera la que ha de afrontarlas, aportando cada uno, en el nivel que le es propio y desde la perspectiva que le corresponde, su particular visión y apoyo. La unidad familiar actúa, además, como límite y criterio para cualquier propuesta, solución o enfoque que se plantee.
En no pocas ocasiones, estas dificultades se convierten en un campo especialmente propicio para la educación de virtudes esenciales para el desarrollo personal: confianza, humildad, sobriedad, ayuda mutua, etc.
Dificultades de los hijos: unidad matrimonial
Cuando los problemas proceden de los hijos, la solución pasa siempre por la unidad matrimonial. Durante largos períodos, los hijos pueden llegar a ser una fuente constante de conflicto matrimonial.
Ante las dificultades con los hijos, la primera ocupación ha de ser nuestro cónyuge. Lo primero es acrecentar nuestro amor. Suceda lo que suceda con un hijo, el camino más seguro para ayudarle a superar su personal conflicto es que perciba, con la mayor evidencia posible, el amor que sus padres se tienen entre sí, además, naturalmente, del que le tienen a él.
Después vendrán los consejos, las técnicas, el diálogo constante en el matrimonio, el compromiso mutuo, el análisis sereno, la ayuda de profesionales y todo lo demás. Pero la condición primera para dar seguridad y criterio a nuestro hijo es el amor mutuo de sus padres.
Si nuestros hijos perciben de manera clara y contundente, casi materialmente, esa prioridad (lo primero es tu padre; lo primero es tu madre), habremos puesto las bases para afrontar eficazmente el problema, sea de la naturaleza que sea.
Dificultades en el matrimonio: unidad personal
“El regalo más precioso que me hizo el matrimonio fue el de brindarme un choque constante con algo muy cercano e íntimo pero al mismo tiempo indefectiblemente otro y resistente, real, en una palabra” [3], afirma C.S. Lewis. Puede llegar el momento en que la relación matrimonial se enturbie o se endurezca. Circunstancias diversas pueden influir con mayor o menor intensidad y extensión. En ocasiones, una pequeña gota –que quizá hace colmar el vaso– desata la marejada: “Un matrimonio que comienza a reñir, a litigar… No tienen razón nunca el marido y la mujer para reñir. El enemigo de la fidelidad conyugal es la soberbia”[4].
Unidad personal equivale aquí a autenticidad de vida; integridad de vida intelectual, volitiva, emocional, biográfica. Ante cualquier dificultad en la relación matrimonial, hay que rechazar la tentación de romper con lo que somos, con lo que hemos querido ser. Rehacer la vida, sí, pero con nuestros propios materiales, no con los de otro u otra. El compromiso matrimonial nos transformó de manera radical y ya no debería ser imaginable nuestra vida sin ella o sin él.
Así ha de ser siempre. Con visión larga, magnánima, con generosidad de espíritu. No importa hacer un poco de teatro en el matrimonio, y forzar la propia entrega cuando el sentimiento no acompaña. Como recordaba san Josemaría, refiriéndolo a Dios, tenemos el mejor espectador posible para esa humilde interpretación: nuestra mujer, nuestro marido, y el sentimiento, si se le sabe invocar, siempre vuelve.
Fortalecer el amor es actualizarlo. Elegir cada día a los que amamos: ¿la he querido hoy?, ¿lo ha notado? Y volver después la vista a nosotros mismos; solo hay una persona que puede ayudar a mejorar la relación: yo mismo. Soy yo quien ha de cambiar y, entonces, con la nueva visión que mi transformación me concede, ayudarle a él, o ella, a hacerlo. ¿Quién ha de dar el primer paso? La respuesta no es nueva: el que ve el problema, es decir, uno mismo.
Una virtud y una conducta asoman necesariamente cuando se trata de reconducir el amor: la humildad y el perdón. Humildad para reconocer los propios errores, humildad para pedir ayuda cuando sea necesario, humildad para pedir perdón, humildad para conceder ese perdón, y humildad para aceptar ser perdonados. Y que sea un perdón humilde, no altivo, generoso, comprensivo y oportuno, que sepa decir sin palabras: “te necesito a ti para ser yo mismo”, como lo describió Jutta Burggraf[5].
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