Podemos caer en la tentación de intrumentalizar la fe...
Por: Jorge Enrique Mújica, LC | Fuente: GAMA-Virtudes y valores
Jesús fue hacia ellos caminando sobre el mar. Era de noche y el viento soplaba con tal fuerza que zarandeaba la barca donde estaban los discípulos. Cuando lo vieron creyeron que era un fantasma y hasta llegaron a gritar aterrorizados… Pero les dice para tranquilizarlos: “¡Animo!, soy yo; no temáis”. Mas pareció no bastar; sirvió de poco, dudaron. “Si eres tú, mándame ir hacia ti sobre las aguas” –le dijo Pedro– Y el maestro le respondió: “Ven”. Y fue Pedro. Como no amainaba la violencia del viento le entró miedo y comenzó a hundirse… “¡Señor, sálvame!”. Jesús lo agarró y le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. “Subieron a la barca y amainó el viento. Y los que estaban en la barca se postraron ante él diciendo: verdaderamente eres Hijo de Dios” (Mt 14, 24-33).
Los creyentes tenemos el riesgo de ser como ese Pedro que pone a prueba la fe y que la instrumentaliza. Dios se nos ha revelado, nos ha dicho “Soy Yo”, y aún así hurgamos más pruebas sumidos en el prurito del saber más so pretexto de comprender mejor a Dios: le “probamos”. Parece no bastarnos su propio testimonio; parece que hemos perdido el más elemental sentido de confianza o que ya no somos capaces de reconocer su singular timbre de voz, ese que suena sonoro y con nítida claridad en lo profundo del alma, ese que escuchamos un día cuando reconocimos con el pasar de los años la fe que nos había sido dada. Y lo más triste y dramático de una situación así es que esa búsqueda desconfiada, que esa sordera voluntaria, pueda venir precisamente de quienes reconocemos –como de hecho es– a Cristo como Dios: de sus discípulos.
Y está también el otro error en el que podemos sumirnos: identificar la fe como un medio, como un recurso para nuestra felicidad, satisfacción o comodidad: que la hayamos instrumentalizado. Se escucha decir: “la fe ayuda a que cueste menos la muerte de los hijos, del esposo (a), de los seres queridos, etc.”; y es verdad que ayuda, pero la fe no es primariamente amortiguadora de dolores ni dispensadora de cuidados intensivos en momentos de puntual dificultad de nuestra existencia. No creemos para sufrir menos ni para tener una vida más llevadera. Es más, la fe no es nuestra conquista ni nuestra adquisición; no creemos porque hemos conquistado la fe como podríamos alcanzar la cumbre de una montaña; creemos porque la fe nos ha conquistado, porque Dios nos ha conquistado. De ahí que la fe signifique adherirse a Dios confiando en Él plenamente y asintiendo a lo que nos ha revelado.
Pedro pone a prueba su fe cuando no le bastan las palabras de Jesús –“¡Animo!, soy yo; no temáis”– y duda: “Si eres tú…”. Pedro instrumentaliza la fe cuando condiciona al maestro a hacerlo ir hacia Él sobre las aguas. ¿No es este Pedro el que había visto la multiplicación de los panes y de los peces? ¿No es este Pedro el que había bebido del agua hecha vino delicioso? ¿No es este Pedro aquel que confesó de Jesús: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”? ¿No hay muchas similitudes en la vivencia de la fe de Pedro y en el modo como la vivimos o podemos llegar a vivir muchos de nosotros? Cuántas veces tentamos a Dios: “Si eres Dios –podemos llegar a decirle– que sane mi madre…”, “Si eres Dios que encuentre trabajo”. Pero no sólo. Incluso ponemos fecha límite para la sanación y nombre y salario al puesto que buscamos. Y apenas una adversidad, apenas un obstáculo, una dificultad, una ventisca, nos desanimamos… porque nos falta fe. “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. Si de verdad creyésemos; si tuviéramos fe como un granito de mostaza moveríamos las montañas… Bajo estas perspectivas, ¿no es justo reflexionar y meditar cómo es o cómo está actualmente nuestra fe?
Pedro había recibido la fe en Jesús y había visto los milagros de Jesús. Pero quizá se conformó, en esa etapa de su vida, con vivir con la fe sin cultivarla. ¿Y es que la fe también se cultiva? Ciertamente. Dios es el jardinero que la pone como semilla en el jardín de la existencia de cada uno de los hombres que la aceptamos con humildad. Él siembra pero depende de nosotros, de los jardineros, regarla, cuidarla, hacerla crecer fuerte, sana, recta y vigorosa. Y es un don tal alto la fe. Ninguna otra criatura en la tierra es capaz de creer, de tener fe, sino el hombre que la abraza en un acto libre y personal.
¡Qué distinta, qué plena es la vida con una fe que de verdad la anima! No permanece en uno mismo: se irradia, se transmite cumpliendo así, además, su dimensión evangelizadora. ¡Cuántas conversiones obradas por el testimonio de personas que vivían su fe. Con fe los éxitos y los fracasos son vistos de otra manera porque se es conciente de que Dios está con nosotros y si Él está con nosotros quién estará contra nosotros. Sí, la fe nos viene dada por Dios como don gratuito y condición necesaria para salvarnos. No nos viene impuesta ni es un acto irracional: la fe es un acto de la inteligencia del hombre quien bajo el impulso de la voluntad movida por Dios asiente libremente a la verdad divina, a la verdad cierta que se fundamenta sobre la palabra de Dios, actúa por medio de la caridad, está en continuo crecimiento y hace pregustar del gozo del cielo.
La fe no es un escudo para vencer el miedo; es la amorosa conciencia y confiada certeza de la existencia del Dios al que no vemos. ¡Cuántas veces Dios ha salido al encuentro, a ayudarnos a vencer nuestros miedos muy a pesar de las tempestades que por todas partes nos asechan! ¡Cuántas veces nos ha hecho ir hacia Él no por voluntad nuestra sino por generosa invitación suya! ¡Cuántas veces nos ha dicho “Soy Yo” y ha saciado nuestras dudas y colmado nuestros deseos! ¡Quién sino Él es capaz de hacer sucumbir nuestros interrogantes, salvarnos y proveernos! Sólo hace falta reconocerle; y para ello hace falta cultivar la fe.
Cultivar la fe es estar atento a la escucha de lo que Dios quiere; frecuentar los sacramentos, ser Iglesia. Y es que si bien la fe es un acto personal no significa que sea vivencia particular aislada. La fe tiene sentido vivida en comunidad, en la Iglesia. Sólo en la Iglesia podemos asegurar su ortodoxia y decir al unísono “verdaderamente eres Hijo de Dios” como dijeron los apóstoles tras amainar el viento y apaciguarse el mar.
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