La virtud de la religión tiene sus raíces en la sabiduría, en la humildad y en el amor.
La religión es la virtud moral que inclina al hombre a dar a Dios el respeto, el honor y el culto debidos como primer principio de la creación y gobierno de todas las cosas.
1. Raíces de la virtud de la religión
La virtud de la religión tiene sus raíces en la sabiduría, en la humildad y en el amor.
Por la sabiduría, el hombre conoce y “reconoce” a Dios como creador y señor del cosmos; por la humildad, acepta el lugar que le corresponde y considera su propio ser y todas las cosas del mundo como dones recibidos del amor de Dios; en consecuencia, entiende que debe corresponder con amor, lo que implica el reconocimiento de la suprema dignidad y excelencia de Dios (culto), y la entrega total a su servicio (devoción).
Por tener su raíz en la sabiduría, la imagen que el hombre se hace de Dios tiene una importancia capital para su vida religiosa, y todo error en este aspecto se traduce en una deformación práctica de la religión.
La humildad es necesaria para que el hombre mantenga viva su conciencia creatural, cuya pérdida lo conduciría a considerarse a sí mismo como “creador”, ser autónomo y dueño absoluto del mundo, negando radicalmente su esencial dimensión religiosa. Por otra parte, la humildad y, por tanto, la perfección de la persona, crece cuanto mejor se vive la virtud de la religión: «Por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante Él, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior» (S.Th., II-II, 81, 7c).
La respuesta adecuada al don de Dios surge del amor o, si se prefiere, de la justicia, a condición de que se entienda como la virtud que «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido» (Catecismo de la Iglesia Católica: CEC, 1807). Ahora bien, la relación con Dios no es de igualdad, sino asimétrica: es la relación de la criatura con el Creador, de quien ha recibido gratuitamente todo lo que es y tiene. En consecuencia, debe reconocer su señorío absoluto, y, ante la imposibilidad de corresponder según estricta justicia a sus dones, debe manifestar su agradecimiento, que implica la entrega total de sí mismo. La gratitud aparece así como la respuesta adecuada, el acto religioso más perfecto.
2. La religión y las virtudes teologales
Las virtudes teologales tienen como objeto directo a Dios creído, esperado y amado; por ellas, el hombre se une íntimamente a Dios, establece un contacto directo con Él. En cambio, el objeto propio de la virtud de la religión son los medios para dar gloria a Dios: los actos internos y externos de culto (cfr. S.Th., II-II, 81, 5c).
Esta proposición se enriquece si se considera la virtud de la religión en sentido amplio, es decir, como la relación del hombre con Dios, en la medida en que responde de la manera debida a la realidad del Dios santo, que se revela al hombre, y que viene a su encuentro aquí y ahora en la Iglesia y en sus sacramentos. En tal caso, se puede decir que la virtud de la religión comprende entre sus elementos más importantes la fe, la esperanza y la caridad, y después el culto (cfr. A. Günthör, 329).
En la vida moral de la persona cristiana, las virtudes teologales son el alma de la virtud de la religión. Su raíz ya no es meramente natural, sino sobrenatural: la fe, la esperanza y la caridad son, en el cristiano, la causa de los actos propios de la religión: «Las virtudes teologales pueden imperar a la virtud de la religión, cuyos actos se ordenan a Dios. He aquí por qué S. Agustín dice que a Dios se le da culto con la fe, la esperanza y la caridad» (S.Th., II-II, 81, 5). En efecto, el culto a Dios presupone que creemos en Dios, uno y trino, principio y fin de todas las cosas, que tenemos la esperanza de que Él acepta nuestros dones, y que nuestra voluntad está conformada a la suya por la caridad.
Por la fe, la ordenación del hombre a Dios (ordo hominis ad Deum), propia de la religión, es ahora ordo filiorum, in Christo, ad Patrem, per Spiritum Sanctum. La relación con Dios del hombre redimido es la relación de un hijo en el Hijo, con su Padre, lleno del amor del Espíritu Santo. La ruptura entre la criatura y el Creador ha sido cancelada por Cristo, al convertir al hombre en hijo de Dios y miembro de su Cuerpo Místico, haciéndolo partícipe, a la vez, de su función real, profética y sacerdotal, por medio del Bautismo.
Por último, conviene tener en cuenta que se da un influjo recíproco entre la religión y las virtudes teologales. Así, la devoción es causada por la caridad, pues por amor se dispone uno a servir con prontitud a Dios; pero también la caridad se nutre de la devoción, al igual que toda amistad se conserva y crece por el intercambio de muestras de afecto y por la meditación (cfr. S.Th., II-II, 82, 2, ad 2).
3. La función ordenadora y unificadora de la religión
Aunque la virtud de la religión tiene unos actos específicos, abarca en realidad la entera vida de la persona, pues todas las acciones, por el hecho de ser realizadas para la gloria de Dios, pertenecen a esta virtud, en cuando son imperadas por ella. Por esta razón, puede decirse que religión y santidad se identifican (cfr. S.Th., II-II, 81, 8), y que la religión tiene la preeminencia entre todas las virtudes morales (cfr. S.Th., II-II, 81, 6).
La virtud de la religión no puede ser considerada, por tanto, como una virtud más entre otras, pues debe animar y configurar toda la vida del cristiano: «Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10, 31; cfr. Col 3, 17). Mientras la caridad convierte la vida moral en amorosa donación a Dios, la virtud de la religión le confiere el carácter cultual, la convierte en culto a Dios.
El cristiano, que participa de la función sacerdotal de Cristo, ofrece toda su vida como ofrenda viva, santa, agradable a Dios: éste es su culto espiritual (cfr. Rm 12,1). Refiriéndose especialmente a los laicos, afirma el Concilio Vaticano II: «Todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 P 2,5)» (Lumen Gentium, 34).
La religión desempeña, en consecuencia, una importante función arquitectónica en la vida de la persona: dirige todos los aspectos de su actividad a la gloria de Dios, y no a la búsqueda desordenada de la propia excelencia; la mueve a vivir las exigencias de la justicia como glorificación de Dios, constituyendo así la garantía más fundamental de la justicia en la sociedad; y ordena su relación con el mundo, a fin de que toda la creación glorifique a Dios a través del hombre.
La virtud de la religión asegura, de este modo, la unión de culto y moralidad. El verdadero culto a Dios, que implica el deseo sincero de cumplir su voluntad, exige vivir todas las demás virtudes morales. Jesús fustiga la falta de amor, como contradictoria con el verdadero espíritu de adoración a Dios (cfr. Mt 12, 1-14), y hace propias las palabras de Oseas (6, 6), según las cuales vale más la misericordia que el sacrificio. En la predicación apostólica aparece con frecuencia la exigencia de unidad del culto a Dios y el cumplimiento de su voluntad en todos los campos de la vida: «La religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y preservarse de la corrupción de este siglo» (St 1,27).
4. Los actos específicos de la virtud de la religión
La dimensión fundamental de la virtud de la religión es la interior: «Dios es espíritu, y los que lo adoran han de adorarlo en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24). Esta dimensión interior consiste, sobre todo, en la oración (v), por la que el hombre adora, agradece, implora perdón y pide todo tipo de bienes a Dios, y en la devoción.
La devoción (de devovere, entregarse) consiste en la voluntad de entregarse plenamente al servicio de Dios. Se acrecienta por la meditación de la bondad de Dios y por el conocimiento propio. Cuando la persona considera el amor de Dios y todos sus beneficios, se enciende el amor hacia Él, y este amor es la causa de la devoción. «Nada nos induce tanto a amar a alguien como experimentar el amor que a nosotros nos tiene» (Contra gentes, IV, 54). El amor de Dios se hace especialmente visible en la Humanidad de Cristo. De ahí que la meditación de la vida de Cristo sea lo que más excite nuestra devoción (cfr. S.Th., II-II, 82, 3, ad 2). A la vez, la reflexión sobre los propios defectos y pecados, lleva a la persona a buscar la ayuda de Dios y su misericordia, evitando así la presunción, que impide someterse a Dios (cfr. S.Th., II-II, 82, 3c).
Pero la persona humana, por ser espíritu encarnado, debe manifestar su reverencia a Dios con actos exteriores: palabras, obras, gestos (culto), que, por una parte, expresan la entrega interior y, por otra, excitan o mueven a la mente a practicar los actos espirituales con los que se une a Dios, pues el alma necesita, para su unión con Dios, ser llevada como de la mano por las cosas sensibles (cfr. S.Th., II-II, 81, 7c).
El desprecio de la dimensión exterior de la religión en aras de la pureza espiritual manifiesta, casi siempre, el desconocimiento de la naturaleza humana, y suele apoyarse en concepciones antropológicas espiritualistas que, en el fondo, niegan la bondad de lo corporal, y tienen como consecuencia la destrucción misma de la religión. Pero a la vez, los actos externos de religión, si no están vivificados por su dimensión interna, son vacíos: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí» (Mt 15, 8).
Entre los actos exteriores de la religión, suelen señalarse los siguientes: la adoración, el sacrificio, el voto, las promesas (ver CEC, 2101-2103) y el juramento (ver CEC, 2150-2155).
El culto que el hombre tributa a Dios alcanza su plenitud en la Eucaristía. En ella, los cristianos, por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, pueden dar al Padre todo el honor y toda la gloria. El alma de este culto espiritual es el mismo Espíritu Santo. En ella se cumplen las palabras de Cristo: «Pero llega la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).
El cristiano que participa en la Santa Misa –centro y raíz, fuente y culmen de toda la vida cristiana- participa sacramentalmente de la muerte y resurrección de Cristo; entrega su vida con Él; adora a Dios a través de Él; le da gracias, implora su perdón y le pide todo tipo de bienes, a través de la oración de Cristo. A partir de ahí, toda su vida puede y debe convertirse en un culto espiritual a Dios.
Si la virtud de la religión, como hemos visto, exige una vida moral coherente, ésta solo puede darse plenamente si la persona enraíza toda su vida en la Eucaristía. En efecto, en ella, como afirma Benedicto XVI, «fe, culto y ethos se compenetran recíprocamente como una sola realidad, que se configura en el encuentro con el agapé de Dios. Así, la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece. En el “culto” mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros» (Deus Caritas est, 14).
5. Pecados contra la virtud de la religión
Uno de los problemas más graves de nuestra época es el ateísmo, que rechaza la existencia de Dios, apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la autonomía humana, y que adopta formas diversas, como el materialismo práctico o el humanismo ateo. Está muy extendido también el agnosticismo, que, aunque no niega o no se pronuncia sobre la existencia de Dios, equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico (cfr. CCE, 2123-2128).
En el ámbito de la vida pública, el ateísmo y el agnosticismo se manifiestan en el laicismo, entendido como la voluntad de prescindir de Dios en la ordenación de la vida cultural, social y política, y en la pretensión de construir una sociedad sin referencias religiosas, exclusivamente terrena, sin culto a Dios ni aspiración trascendente alguna, fundada únicamente en los recursos materiales y orientada casi exclusivamente al goce de los bienes de la tierra.
Otros pecados contra la virtud de la religión son: la superstición, desviación del culto debido al Dios verdadero, que se expresa también bajo las formas de adivinación, magia, brujería y espiritismo; la irreligión, que se manifiesta en tentar a Dios con palabras o hechos; el sacrilegio, que profana a las personas y las cosas sagradas, sobre todo la Eucaristía; la simonía, que intenta comprar o vender realidades espirituales; la blasfemia, que consiste en injuriar a Dios, la Virgen o los santos; y la idolatría, que diviniza a un ser creado, el poder, el dinero, e incluso al demonio (cfr. CCE, 2110-2122).
Bibliografía
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 2095-2132; 2142-2188.
S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, qq. 80-100.
E. AMANN, Religion (vertu), en DTC 141, 2306-12.
A. GÜNTHÖR, Chiamata e risposta. Una nuova teologia morale, II, Paoline, Cinisello Balsamo (Milano) 51988, 321-525.
O. LOTTIN, L’âme du Culte, la vertu de la Religion, Lovaina 1920; ÍD., La définition classique de la vertu de la religion, «Ephemerides theologicae lovanienses» 24 (1948) 333-353.
1. Raíces de la virtud de la religión
La virtud de la religión tiene sus raíces en la sabiduría, en la humildad y en el amor.
Por la sabiduría, el hombre conoce y “reconoce” a Dios como creador y señor del cosmos; por la humildad, acepta el lugar que le corresponde y considera su propio ser y todas las cosas del mundo como dones recibidos del amor de Dios; en consecuencia, entiende que debe corresponder con amor, lo que implica el reconocimiento de la suprema dignidad y excelencia de Dios (culto), y la entrega total a su servicio (devoción).
Por tener su raíz en la sabiduría, la imagen que el hombre se hace de Dios tiene una importancia capital para su vida religiosa, y todo error en este aspecto se traduce en una deformación práctica de la religión.
La humildad es necesaria para que el hombre mantenga viva su conciencia creatural, cuya pérdida lo conduciría a considerarse a sí mismo como “creador”, ser autónomo y dueño absoluto del mundo, negando radicalmente su esencial dimensión religiosa. Por otra parte, la humildad y, por tanto, la perfección de la persona, crece cuanto mejor se vive la virtud de la religión: «Por el hecho de honrar y reverenciar a Dios, nuestra alma se humilla ante Él, y en esto consiste la perfección de la misma, ya que todos los seres se perfeccionan al subordinarse a un ser superior» (S.Th., II-II, 81, 7c).
La respuesta adecuada al don de Dios surge del amor o, si se prefiere, de la justicia, a condición de que se entienda como la virtud que «consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que le es debido» (Catecismo de la Iglesia Católica: CEC, 1807). Ahora bien, la relación con Dios no es de igualdad, sino asimétrica: es la relación de la criatura con el Creador, de quien ha recibido gratuitamente todo lo que es y tiene. En consecuencia, debe reconocer su señorío absoluto, y, ante la imposibilidad de corresponder según estricta justicia a sus dones, debe manifestar su agradecimiento, que implica la entrega total de sí mismo. La gratitud aparece así como la respuesta adecuada, el acto religioso más perfecto.
2. La religión y las virtudes teologales
Las virtudes teologales tienen como objeto directo a Dios creído, esperado y amado; por ellas, el hombre se une íntimamente a Dios, establece un contacto directo con Él. En cambio, el objeto propio de la virtud de la religión son los medios para dar gloria a Dios: los actos internos y externos de culto (cfr. S.Th., II-II, 81, 5c).
Esta proposición se enriquece si se considera la virtud de la religión en sentido amplio, es decir, como la relación del hombre con Dios, en la medida en que responde de la manera debida a la realidad del Dios santo, que se revela al hombre, y que viene a su encuentro aquí y ahora en la Iglesia y en sus sacramentos. En tal caso, se puede decir que la virtud de la religión comprende entre sus elementos más importantes la fe, la esperanza y la caridad, y después el culto (cfr. A. Günthör, 329).
En la vida moral de la persona cristiana, las virtudes teologales son el alma de la virtud de la religión. Su raíz ya no es meramente natural, sino sobrenatural: la fe, la esperanza y la caridad son, en el cristiano, la causa de los actos propios de la religión: «Las virtudes teologales pueden imperar a la virtud de la religión, cuyos actos se ordenan a Dios. He aquí por qué S. Agustín dice que a Dios se le da culto con la fe, la esperanza y la caridad» (S.Th., II-II, 81, 5). En efecto, el culto a Dios presupone que creemos en Dios, uno y trino, principio y fin de todas las cosas, que tenemos la esperanza de que Él acepta nuestros dones, y que nuestra voluntad está conformada a la suya por la caridad.
Por la fe, la ordenación del hombre a Dios (ordo hominis ad Deum), propia de la religión, es ahora ordo filiorum, in Christo, ad Patrem, per Spiritum Sanctum. La relación con Dios del hombre redimido es la relación de un hijo en el Hijo, con su Padre, lleno del amor del Espíritu Santo. La ruptura entre la criatura y el Creador ha sido cancelada por Cristo, al convertir al hombre en hijo de Dios y miembro de su Cuerpo Místico, haciéndolo partícipe, a la vez, de su función real, profética y sacerdotal, por medio del Bautismo.
Por último, conviene tener en cuenta que se da un influjo recíproco entre la religión y las virtudes teologales. Así, la devoción es causada por la caridad, pues por amor se dispone uno a servir con prontitud a Dios; pero también la caridad se nutre de la devoción, al igual que toda amistad se conserva y crece por el intercambio de muestras de afecto y por la meditación (cfr. S.Th., II-II, 82, 2, ad 2).
3. La función ordenadora y unificadora de la religión
Aunque la virtud de la religión tiene unos actos específicos, abarca en realidad la entera vida de la persona, pues todas las acciones, por el hecho de ser realizadas para la gloria de Dios, pertenecen a esta virtud, en cuando son imperadas por ella. Por esta razón, puede decirse que religión y santidad se identifican (cfr. S.Th., II-II, 81, 8), y que la religión tiene la preeminencia entre todas las virtudes morales (cfr. S.Th., II-II, 81, 6).
La virtud de la religión no puede ser considerada, por tanto, como una virtud más entre otras, pues debe animar y configurar toda la vida del cristiano: «Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios» (1 Co 10, 31; cfr. Col 3, 17). Mientras la caridad convierte la vida moral en amorosa donación a Dios, la virtud de la religión le confiere el carácter cultual, la convierte en culto a Dios.
El cristiano, que participa de la función sacerdotal de Cristo, ofrece toda su vida como ofrenda viva, santa, agradable a Dios: éste es su culto espiritual (cfr. Rm 12,1). Refiriéndose especialmente a los laicos, afirma el Concilio Vaticano II: «Todas sus obras, oraciones, tareas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo diario, el descanso espiritual y corporal, si se realizan en el Espíritu, incluso las molestias de la vida, si se llevan con paciencia, todo ello se convierte en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo (cfr. 1 P 2,5)» (Lumen Gentium, 34).
La religión desempeña, en consecuencia, una importante función arquitectónica en la vida de la persona: dirige todos los aspectos de su actividad a la gloria de Dios, y no a la búsqueda desordenada de la propia excelencia; la mueve a vivir las exigencias de la justicia como glorificación de Dios, constituyendo así la garantía más fundamental de la justicia en la sociedad; y ordena su relación con el mundo, a fin de que toda la creación glorifique a Dios a través del hombre.
La virtud de la religión asegura, de este modo, la unión de culto y moralidad. El verdadero culto a Dios, que implica el deseo sincero de cumplir su voluntad, exige vivir todas las demás virtudes morales. Jesús fustiga la falta de amor, como contradictoria con el verdadero espíritu de adoración a Dios (cfr. Mt 12, 1-14), y hace propias las palabras de Oseas (6, 6), según las cuales vale más la misericordia que el sacrificio. En la predicación apostólica aparece con frecuencia la exigencia de unidad del culto a Dios y el cumplimiento de su voluntad en todos los campos de la vida: «La religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y preservarse de la corrupción de este siglo» (St 1,27).
4. Los actos específicos de la virtud de la religión
La dimensión fundamental de la virtud de la religión es la interior: «Dios es espíritu, y los que lo adoran han de adorarlo en espíritu y en verdad» (Jn 4, 24). Esta dimensión interior consiste, sobre todo, en la oración (v), por la que el hombre adora, agradece, implora perdón y pide todo tipo de bienes a Dios, y en la devoción.
La devoción (de devovere, entregarse) consiste en la voluntad de entregarse plenamente al servicio de Dios. Se acrecienta por la meditación de la bondad de Dios y por el conocimiento propio. Cuando la persona considera el amor de Dios y todos sus beneficios, se enciende el amor hacia Él, y este amor es la causa de la devoción. «Nada nos induce tanto a amar a alguien como experimentar el amor que a nosotros nos tiene» (Contra gentes, IV, 54). El amor de Dios se hace especialmente visible en la Humanidad de Cristo. De ahí que la meditación de la vida de Cristo sea lo que más excite nuestra devoción (cfr. S.Th., II-II, 82, 3, ad 2). A la vez, la reflexión sobre los propios defectos y pecados, lleva a la persona a buscar la ayuda de Dios y su misericordia, evitando así la presunción, que impide someterse a Dios (cfr. S.Th., II-II, 82, 3c).
Pero la persona humana, por ser espíritu encarnado, debe manifestar su reverencia a Dios con actos exteriores: palabras, obras, gestos (culto), que, por una parte, expresan la entrega interior y, por otra, excitan o mueven a la mente a practicar los actos espirituales con los que se une a Dios, pues el alma necesita, para su unión con Dios, ser llevada como de la mano por las cosas sensibles (cfr. S.Th., II-II, 81, 7c).
El desprecio de la dimensión exterior de la religión en aras de la pureza espiritual manifiesta, casi siempre, el desconocimiento de la naturaleza humana, y suele apoyarse en concepciones antropológicas espiritualistas que, en el fondo, niegan la bondad de lo corporal, y tienen como consecuencia la destrucción misma de la religión. Pero a la vez, los actos externos de religión, si no están vivificados por su dimensión interna, son vacíos: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí» (Mt 15, 8).
Entre los actos exteriores de la religión, suelen señalarse los siguientes: la adoración, el sacrificio, el voto, las promesas (ver CEC, 2101-2103) y el juramento (ver CEC, 2150-2155).
El culto que el hombre tributa a Dios alcanza su plenitud en la Eucaristía. En ella, los cristianos, por Cristo, con Él y en Él, en la unidad del Espíritu Santo, pueden dar al Padre todo el honor y toda la gloria. El alma de este culto espiritual es el mismo Espíritu Santo. En ella se cumplen las palabras de Cristo: «Pero llega la hora, y es ésta, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).
El cristiano que participa en la Santa Misa –centro y raíz, fuente y culmen de toda la vida cristiana- participa sacramentalmente de la muerte y resurrección de Cristo; entrega su vida con Él; adora a Dios a través de Él; le da gracias, implora su perdón y le pide todo tipo de bienes, a través de la oración de Cristo. A partir de ahí, toda su vida puede y debe convertirse en un culto espiritual a Dios.
Si la virtud de la religión, como hemos visto, exige una vida moral coherente, ésta solo puede darse plenamente si la persona enraíza toda su vida en la Eucaristía. En efecto, en ella, como afirma Benedicto XVI, «fe, culto y ethos se compenetran recíprocamente como una sola realidad, que se configura en el encuentro con el agapé de Dios. Así, la contraposición usual entre culto y ética simplemente desaparece. En el “culto” mismo, en la comunión eucarística, está incluido a la vez el ser amados y el amar a los otros» (Deus Caritas est, 14).
5. Pecados contra la virtud de la religión
Uno de los problemas más graves de nuestra época es el ateísmo, que rechaza la existencia de Dios, apoyándose frecuentemente en una falsa concepción de la autonomía humana, y que adopta formas diversas, como el materialismo práctico o el humanismo ateo. Está muy extendido también el agnosticismo, que, aunque no niega o no se pronuncia sobre la existencia de Dios, equivale con mucha frecuencia a un ateísmo práctico (cfr. CCE, 2123-2128).
En el ámbito de la vida pública, el ateísmo y el agnosticismo se manifiestan en el laicismo, entendido como la voluntad de prescindir de Dios en la ordenación de la vida cultural, social y política, y en la pretensión de construir una sociedad sin referencias religiosas, exclusivamente terrena, sin culto a Dios ni aspiración trascendente alguna, fundada únicamente en los recursos materiales y orientada casi exclusivamente al goce de los bienes de la tierra.
Otros pecados contra la virtud de la religión son: la superstición, desviación del culto debido al Dios verdadero, que se expresa también bajo las formas de adivinación, magia, brujería y espiritismo; la irreligión, que se manifiesta en tentar a Dios con palabras o hechos; el sacrilegio, que profana a las personas y las cosas sagradas, sobre todo la Eucaristía; la simonía, que intenta comprar o vender realidades espirituales; la blasfemia, que consiste en injuriar a Dios, la Virgen o los santos; y la idolatría, que diviniza a un ser creado, el poder, el dinero, e incluso al demonio (cfr. CCE, 2110-2122).
Bibliografía
CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA, 2095-2132; 2142-2188.
S. TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, II-II, qq. 80-100.
E. AMANN, Religion (vertu), en DTC 141, 2306-12.
A. GÜNTHÖR, Chiamata e risposta. Una nuova teologia morale, II, Paoline, Cinisello Balsamo (Milano) 51988, 321-525.
O. LOTTIN, L’âme du Culte, la vertu de la Religion, Lovaina 1920; ÍD., La définition classique de la vertu de la religion, «Ephemerides theologicae lovanienses» 24 (1948) 333-353.
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