EDUCAR ES AMAR JOSE LUIS GONZALEZ


La propia tarea bien hecha y ofrecida al Señor es medio para acercarse a Dios y cristianizar la sociedad.


Las luces y sombras de la época que vivimos están patentes a los ojos de todos. El desarrollo humano y las plagas que lo infectan; el progreso civil en muchos aspectos y la barbarie en otros...: son contrastes que tanto san Juan Pablo II como sus sucesores han señalado repetidas veces[1], animando a los cristianos iluminar la sociedad con la luz del Evangelio. Sin embargo, aunque todos estamos llamados a transformar la sociedad según el querer de Dios, muchos no saben cómo hacerlo. Piensan que esa tarea depende casi exclusivamente de quienes gobiernan o tienen capacidad de influir por su posición social o económica y que ellos sólo pueden hacer de espectadores: aplaudir o silbar, pero sin entrar en el terreno de juego, sin intervenir en la partida.
No ha de ser esa la actitud del cristiano, porque no responde a la realidad de la vocación a la que está llamado. Quiere el Señor que seamos nosotros, los cristianos −porque tenemos la responsabilidad sobrenatural de cooperar con el poder de Dios, ya que El así lo ha dispuesto en su misericordia infinita−, quienes procuremos restablecer el orden quebrantado y devolver a las estructuras temporales, en todas las naciones, su función natural de instrumento para el progreso de la humanidad, y su función sobrenatural de medio para llegar a Dios, para la Redención[2].
No somos espectadores. Al contrario, es misión específica de los laicos santificar el mundo «desde dentro»[3]orientar con sentido cristiano las profesiones, las instituciones y las estructuras humanas[4]. Como enseña el Concilio Vaticano II, los laicos han de «iluminar y ordenar todos los asuntos temporales a los que están estrechamente vinculados, de tal manera que se realicen constantemente según Cristo y se desarrollen y sean para la gloria del Creador y del Redentor»[5]. En una palabra:cristianizar desde dentro el mundo entero, mostrando que Jesucristo ha redimido a toda la humanidad: ésa es la misión del cristiano[6].
Y para esto los cristianos tenemos el poder necesario, aunque no tengamos poder humano. Nuestra fuerza es la oración y las obras convertidas en oración. La oración es el arma más poderosa del cristiano. La oración nos hace eficaces. La oración nos hace felices. La oración nos da toda la fuerza necesaria, para cumplir los mandatos de Dios[7]. Concretamente, el arma específica que poseen la mayoría de cristianos para transformar la sociedad es el trabajo convertido en oración. No simplemente el trabajo, sino el trabajo santificado.
Dios se lo hizo comprender a San Josemaría en un momento preciso, el 7 de agosto de 1931, durante la Santa Misa. Al llegar la elevación, trajo a su alma con fuerza extraordinaria las palabras de Jesús: cuando seré levantado en alto sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí[8]Lo entendí perfectamente. El Señor nos decía: ¡si vosotros me ponéis en la entraña de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño..., entonces omnia traham ad meipsum! ¡Mi reino entre vosotros será una realidad![9].

Cristianizar la sociedad

Dios ha confiado al hombre la tarea de edificar la sociedad al servicio de su bien temporal y eterno, de modo acorde con su dignidad[10]: una sociedad en la que las leyes, las costumbres y las instituciones que la conforman y estructuran, favorezcan el bien integral de las personas con todas sus exigencias; una sociedad en la que cada uno se perfeccione buscando el bien de los demás, ya que el hombre «no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a os demás»[11]. Sin embargo, todo se ha trastocado a causa del pecado del primer hombre y de la sucesiva proliferación de los pecados que −como enseña el Catecismo de la Iglesia− hacen «reinar entre los hombres la concupiscencia, la violencia y la injusticia. Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las "estructuras de pecado" son expresión y efecto de los pecados personales»[12].
El Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo nuestro Señor, ha venido al mundo para redimirnos del pecado y de sus consecuencias. Cristianizar la sociedad no es otra cosa que liberarla de esas consecuencias que el Catecismo resume con las palabras que acabamos de leer. Es, por una parte, liberarla de las estructuras de pecado −por ejemplo, de las leyes civiles y de las costumbres contrarias a la ley moral−, y por otra, más a fondo, procurar que las relaciones humanas estén presididas por el amor de Cristo, y no viciadas por el egoísmo de la concupiscencia, la violencia y la injusticiaEsta es tu tarea de ciudadano cristiano: contribuir a que el amor y la libertad de Cristo presidan todas las manifestaciones de la vida moderna: la cultura y la economía, el trabajo y el descanso, la vida de familia y la convivencia social[13].
Cristianizar la sociedad no es imponer a nadie la fe verdadera. Precisamente el espíritu cristiano reclama el respeto del derecho a la libertad social y civil en materia religiosa, de modo que no se debe impedir a nadie que practique su religión, según su conciencia, aun cuando estuviera en el error, siempre que respete las exigencias del orden público, de la paz y la moralidad pública, que el Estado tiene obligación de tutelar[14]. A quienes están en el error hay que procurar que conozcan la verdad, que sólo se encuentra plenamente en la fe católica, enseñándoles y convenciéndoles con el ejemplo y con la palabra, pero nunca con la coacción. El acto de fe sólo puede ser auténtico si es libre.
Pero cuando un cristiano intenta que la ley civil promueva el respeto de la vida humana desde el momento de la concepción, la estabilidad de la familia a través del reconocimiento de la indisolubilidad del matrimonio, los derechos de los padres en la educación de los hijos tanto en escuelas públicas como en privadas, la verdad en la información, la moralidad pública, la justicia en las relaciones laborales, etc., no está pretendiendo imponer su fe a los demás, sino cumpliendo con su deber de ciudadano y contribuyendo a edificar, en lo que está de su parte, una sociedad mejor, conforme a la dignidad de la persona humana. Ciertamente, el cristiano, gracias a la Revelación divina, posee una especial certeza sobre la importancia que esos principios y verdades poseen para edificar una sociedad más justa; pero estos están al alcance de la razón humana, y por eso cualquier persona, independientemente de su fe, puede apreciar el valor e importancia que esos principios tienen para la vida social.
Esfuérzate para que las instituciones y las estructuras humanas, en las que trabajas y te mueves con pleno derecho de ciudadano, se conformen con los principios que rigen una concepción cristiana de la vida. Así, no lo dudes, aseguras a los hombres los medios para vivir de acuerdo con su dignidad, y facilitarás a muchas almas que, con la gracia de Dios, puedan responder personalmente a la vocación cristiana[15]. Se trata de «sanear las estructuras y los ambientes del mundo (...) de modo que favorezcan la práctica de las virtudes en vez de impedirla»[16]. La fe cristiana hace sentir hondamente la aspiración, propia de todo ciudadano, de buscar el bien común de la sociedad. Un bien común que no se reduce al desarrollo económico, aunque ciertamente lo incluye. Son también, y antes −en sentido cualitativo, no siempre en el de urgencia temporal−, las mejores condiciones posibles de libertad, de justicia y de vida moral en todos sus aspectos, y de paz, que corresponden a la dignidad de la persona humana.
Cuando un cristiano hace lo posible para configurar de este modo la sociedad lo hace en virtud de su fe, no en nombre de una ideología opinable de partido político. Actúa como actuaron los primeros cristianos. No tenían, por razón de su vocación sobrenatural, programas sociales ni humanos que cumplir; pero estaban penetrados de un espíritu, de una concepción de la vida y del mundo, que no podía dejar de tener consecuencias en la sociedad en la que se movían[17]. La tarea apostólica que Cristo ha encomendado a todos sus discípulos produce, por tanto, resultados concretos en el ámbito social. No es admisible pensar que, para ser cristiano, haya que dar la espalda al mundo, ser un derrotista de la naturaleza humana[18].
Es necesario procurar sanear las estructuras de la sociedad para empaparla de espíritu cristiano, pero no es suficiente. Aunque parezca una meta muy alta, no pasa de ser una exigencia básica. Hace falta mucho más: procurar sobre todo que las personas sean cristianas, que cada uno irradie a su alrededor, en su conducta diaria, la luz y el amor de Cristo, el buen olor de Jesucristo[19]. El fin no es que las estructuras sean sanas, sino que las personas sean santas. Tan equivocado sería despreocuparse de que las leyes y las costumbres de la sociedad fueran conformes al espíritu cristiano, como conformarse sólo con esto. Porque además, en ese mismo momento peligrarían de nuevo las mismas estructuras sanas. Siempre hay que estar recomenzando. «No hay humanidad nueva, si antes no hay hombres nuevos, con la novedad del bautismo y de la vida según el Evangelio»[20].

Por medio del trabajo

De que tú y yo nos portemos como Dios quiere −no lo olvides− dependen muchas cosas grandes[21]. Si queremos cristianizar la sociedad, lo primero es la santidad personal, nuestra unión con Dios. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención[22]. Es necesario que no perdamos la sal, la luz y el fuego que Dios ha puesto dentro de nosotros para transformar el ambiente que nos rodea. El Papa san Juan Pablo II ha señalado que «es un cometido que exige valentía y paciencia»[23]: valentía porque no hay que tener miedo a chocar con el ambiente cuando es necesario; y paciencia, porque cambiar la sociedad desde dentro requiere tiempo, y mientras tanto no hay que acostumbrarse a la presencia del mal cristalizado en la sociedad, porque acostumbrarse a una enfermedad mortal es tanto como sucumbir a ella. El cristiano ha de encontrarse siempre dispuesto a santificar la sociedad "desde dentro", estando plenamente en el mundo, pero no siendo del mundo, en lo que tiene −no por característica real, sino por defecto voluntario, por el pecado− de negación de Dios, de oposición a su amable voluntad salvífica[24].
Dios quiere que infundamos espíritu cristiano a la sociedad a través de la santificación del trabajo profesional, ya que por el trabajo, somete el cristiano la creación (cfr. Gn1,28) y la ordena a Cristo Jesús, centro en el que están destinadas a recapitularse todas las cosas[25]. El trabajo profesional es, concretamente, medio imprescindible para el progreso de la sociedad y el ordenamiento cada vez más justo de las relaciones entre los hombres[26].
Cada uno se ha de proponer la tarea de cristianizar la sociedad a través de su trabajo: primero mediante en el afán de acercar a Dios a sus colegas y a las personas con las que entra en contacto profesional, para que también ellos lleguen a santificar su trabajo y a dar el tono cristiano a la sociedad; y después, e inseparablemente, mediante el empeño por cristianizar las estructuras del propio ambiente profesional, procurando que sean conformes a la ley moral. Quien se dedica a la empresa, a la profesión farmacéutica, a la abogacía, a la información o a la publicidad..., debe tratar de influir cristianamente en su ambiente: en las relaciones y en las instituciones profesionales y laborales. No es suficiente no mancharse con prácticas inmorales; hay que proponerse limpiar el propio ámbito profesional, hacerlo conforme a la dignidad humana y cristiana.
Para todo esto debemos recibir una formación tal que suscite en nuestras almas, a la hora de acometer el trabajo profesional de cada uno, el instinto y la sana inquietud de conformar esa tarea a las exigencias de la conciencia cristiana, a los imperativos divinos que deben regir en la sociedad y en las actividades de los hombres[27].
Las posibilidades de contribuir a la cristianización de la sociedad en virtud del trabajo profesional, van más allá de lo que puede realizarse en el estricto ambiente de trabajo. La condición de ciudadano que ejerce una profesión en la sociedad es un título para emprender o colaborar en iniciativas de diverso género, junto con otros ciudadanos que comparten los mismos ideales: iniciativas educativas de la juventud −escuelas donde se imparta una formación humana y cristiana, tan necesarias y urgentes en nuestro tiempo−, iniciativas asistenciales, asociaciones para promover el respeto a la vida, o la verdad en la información, o el derecho a un ambiente moral sano... Todo realizado con la mentalidad profesional de los hijos de Dios llamados a santificarse en medio del mundo.
Que entreguemos plenamente nuestras vidas al Señor Dios Nuestro, trabajando con perfección, cada uno en su tarea profesional y en su estado, sin olvidar que debemos tener una sola aspiración, en todas nuestras obras: poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres[28].

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