Madre, Madre nuestra
María no se jubiló de la maternidad. Ejerce de madre, tal vez porque es lo único -¡lo único!- que sabe hacer
Por: José Luis Martín Descalzo | Fuente: Razones para el amor
Por: José Luis Martín Descalzo | Fuente: Razones para el amor
Si preguntásemos a los creyentes cuál ha sido la más bella historia de pureza y virginidad que ha producido nuestro planeta, estoy seguro de que una gran mayoría nos responderían sin dudar que la de María. Y si les interrogásemos por la historia de la mujer que con mayor coraje ha soportado el dolor, pensaron en seguida en la Virgen de los Dolores. Pero ya no serían muchos los que se acordasen de la fe de María si les pidiésemos el nombre del ser humano que más hondamente vivió su fe. Y poquísimos o tal vez nadie nos presentaría la historia de María como la más honda historia de amor. Y es que se habla mucho de las virtudes de María, pero menos de la raíz amorosa de todas ellas. Incluso se piensa que el amor de María fue, en todo caso, un amor «raro», ya que, asombrosamente, los hombres unimos la idea de amor a la de apasionamiento romántico, cuando no la emparejarnos con la de la carne y terminarnos llamando amor «platónico» a todo el que no se expresa carnalmente y ponemos en ese calificativo un tono despectivo corno si se tratara de un amor metafórico, una especie de sustitutivo del verdadero amor. Hay predicadores que parecen avergonzarse de hablar del amor de María a José, como si en ello pudiera haber algo turbio. Y hasta prefieren muchos hablar de la «caridad» de María como si todo su amor a Dios se hubiera realizado con una especie de efluvio místico y no con todo su corazón de mujer.
Y, sin embargo, no conocemos historia de amor como la de María. Yo pienso incluso que si tuviera que escribir una «historia del amor», me limitarla a narrar la de María. Y que toda la vida de la Virgen podría contarse perfectamente desde la única clave del amor.
Un gran amor cuya plenitud empieza, asombrosamente, por un ancho vacío. Un vaciado de egoísmos. Porque la razón por la que los más de los hombres no nos llenarnos de amor es que estamos ya llenos de nosotros mismos. Como una tierra a la que la planta de nuestro propio orgullo le devorase todo su jugo, así no se puede sembrar en nuestras almas ningún otro árbol. Vivimos tan pensando en nuestras cosas que ni llegamos a enterarnos de que hay otros seres a los que amar. Nos volvemos infecundos al autoadorarnos. El egoísmo es una especie de interminable mas- turbación del alma. ¿Cómo podría amar quien siempre tuviera llena su boca con la palabra yo-yo-yo?
María pudo amar mucho y recibir mucho porque toda su infancia y adolescencia fue un permanente vaciarse de sí misma. Vivía a la espera de algo más grande que ella. El centro de su alma estaba fuera de sí misma, por encima de su propia persona. No sabia muy bien lo que esperaba, pero era pura expectación. No sólo es que fuera virgen, es que estaba llena de virginidad, de apertura integral de alma y cuerpo. Alguien la llenaría. Ella no tenía más que hacer que mantener bien abiertas sus puertas. Era libre para amar porque era esclava. Podía ser reina, porque era servidora. Podía ser llena de gracia, porque estaba vacía de caprichos, de falsos sueños, de intereses, de esperanzas humanas. Podía recibir al Amor, porque no se había atiborrado de amorcillos.
Y su amor a José era parte del gran amor, un camino misterioso. No sabia aún muy bien cómo se realizaría aquel noviazgo suyo, pero si intuía que, en todo caso, formara parte de un plan más ancho que sus ilusiones de muchacha. Por él, a través de él o quizá sólo a la sombra de él, vendría la gran fecundidad, una fecundidad más grande que ellos dos. En todos los enamoramientos -lo sabía- hay algo de misterio y tanto más cuanto más amor. El suyo era un misterio que, más que desbordarles, les ensancharla, les multiplicaría las almas. Una gran vocación nunca rebaja o recorta: dilata, estira, agranda. Así entraron ellos en su matrimonio, como una tierra que espera una semilla, aunque no podían sospechar qué honda y enorme sería la suya.
Y así llegó a su alma y a su seno un Amor que era mucho más grande que el que ella hubiera podido, con sus fuerzas de mujer, fabricar e incluso soñar. Ahora se dio cuenta de que su amor de muchacha había sido sólo un prólogo, una lejana intuición del que la invadiría. Pues si es cierto que había sido elegida porque antes amaba, también lo es que ahora amaba multiplicadamente porque había sido elegida.
¿Cómo pudo tanto Amor caberle dentro? Esto no lo entendería nunca, sólo la fe vislumbraba desde lejos el tamaño que había tomado su alma. Jamás en ser humano alguno cupo tanto Amor. Jamás soñé nadie engendrar un Amor semejante. Y, sin embargo, «cabía» en ella. Porque el enorme Amor se había hecho pequeñito, bebé. ¡Un bebé-Dios, qué cosas! Y ella era madre en el sentido más literal de la palabra. Pero «tan» madre que parecía imposible. Tenía el cielo en su corazón y en su seno. Sólo Dios podía hacer realizable esa paradoja del infinito empequeñecido que la habitaba.
Y desde entonces su alma, más que llena de amor, lo estaba de vértigo. Toda vocación nos desborda, nos saca de nosotros mismos, tira del alma hacia arriba, nos aboca al riesgo. ¿Cómo no desgarró su alma aquella tan enorme? ¿Cómo pudo soportar ella .el tirón de todos los caballos de Dios cabalgándole dentro?
No se hizo, claro, sin desgarramiento. Y es que, antes o después, todo amor se vuelve prueba y desconcierto. No hay amor sin Vía Crucis. Y María recorrió todas las estaciones. Entrar primero a oscuras en la penumbra de la fe. Pasar luego por los túneles de la desconfianza. Exponerse a perder el amor de José para proteger el otro gran Amor. Conocer las dulces rechiflas de las murmuraciones y las sospechas. Y callar. Callar, la más difícil asignatura que tiene que aprobar todo amor. Olvidarse de sí misma y, sin defenderse, descubrir el otro gran rostro del amor: el que nos empuja a difundirlo. Pues por amor va corriendo hacia Isabel. Alguien la necesita. ¿Cómo podría ella quedarse cómoda en casita, esperando acontecimientos, cuando alguien está pasando una prueba parecida a la suya, aunque infinitamente menor?
Y allá va el amor de la muchacha corriendo campo a través para, sin preocuparse de la tormenta interior, volcarse en el canto de las misericordias de Dios sobre ella y su pueblo. El amor es poeta y del fuego interior sale esa milagrosa llamarada del Magnificat: Dios es grande aunque a veces nos vuelva locos con sus cosas.
Y Belén, que es la patria natal del amor. Dicen que no se puede querer una cosa que no se llega a estrechar entre los brazos. Y ahora el infinito amor se ha hecho digerible, abrazable, abarcable. Se le puede llamar Hijo. Ahora sí que el pequeño amor humano de María toma los límites de la eternidad, y por primera y única vez en la historia «el Amor es amado» si no como él merece, sí al menos esta vez sin metáforas, «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas». Pues no hay un solo rincón en María que no esté amando.
Y, tras la pausa de gozo, el amor prosigue su Vía Crucis. Simeón le explica que el amor no es una confitería, que siempre hay una espada en el horizonte, que el dolor es el crisol del amor. Y hay que empezar a amar de esa manera absurda que es huir en la noche porque este mundo empieza a no soportar al amor apenas ha nacido. Amar -ahora lo entiende María bien- no es una historia de besos y caricias, no son las dulces consolaciones del alma, no es una fogarata de entusiasmo enamorado; es luchar por aquello que se ama, dejándose tiras de alma en las aristas de la realidad.
Para dejar luego paso al mejor de los amores: al amor gris, al lento y aburrido amor de treinta años sin hogueras, con el caliente rescoldo del amor de cada día. ¿Puede realmente llamarse amor al que no ha cruzado el desierto de treinta años de silencio? El paso de los días y los meses quita brillo al amor, pero le presta hondura y verdad. El tiempo -y no el entusiasmo- es la prueba del nueve del amor. Los amores de teatro duran horas o, cuando más, semanas. Los auténticos surgen de la suma de días y días de hacer calladamente la comida, acarrear el agua y la leña, estar juntos cuando ya no se tiene nada nuevo que decir. En Nazaret no se vive una «locura de amor»; se vive el denso, callado, lento, cotidiano, oscuro y luminoso, el enorme amor construido de infinitos pequeños minutos de cariño. Allí se ama a un Dios que no mima, a un Dios que parece haberse olvidado de nosotros, con un amor que parecería ser de ida sin vuelta. Un amor sin ángeles consoladores. La esclava descubre que aquello no fue una palabra, que la tratan realmente como una esclava, sin otro reino que sus manos cansadas.
Y después la soledad. Tampoco hay amor verdadero sin horas de soledad y abandono. Porque el Hijo-Amor se ha ido lejos, a su gran locura, y la madre tiene que vivir un amor de abandonada. ¿Abandonada? No en el corazón, pero sí en la cama del muchacho vacía, en la puerta que nunca cruza nadie.
Luego el amor se vuelve tragedia. ¿Puede decir que ha amado quien jamás ha sufrido por su amor? Santa María del amor hermoso es hermana gemela de Santa María del mayor dolor. Las cruces tienen una extraña tendencia a crecer en el corazón. Con la única diferencia de que en los corazones que aman esa cruz está llena y no vacía. Pero todas las cruces tienen sangre. Y todo amor se vive a contramuerte.
Por fortuna, ningún dolor es capaz de ahogar una esperanza verdadera. Y en la tarde de todos los sábados se junta al vacío de la soledad la plena luz de la esperanza. El amor es más fuerte que la muerte, cuanto más el Amor. El de María también es inmortal.
Y resucitará el domingo en el abrazo total, el amor sin eclipse de la mañana pascual. Porque sólo detrás de la muerte el amor está a salvo, definitivamente invencible, vuelto ya sólo luz. Ahora ya, sin temores, sin riesgos, puede decir que «sólo en amar es nú ejercicios, volver a engendrar, ahora con el alma.
Una alegría que no logra empañar la nostalgia de la ausencia, durante esos años en los que se diría que hay dos cielos: uno arriba y otro, prestado, en el alma amante de Maria. ¿No es cielo allí donde está Dios?
Y, al fin, morir de amor. «No sólo -escribirá Terrién- murió en el amor y por el amor, sino también de amor. Morir de amor es tener por causa próxima de la muerte al amor mismo.»
Y luego, todavía el amor: «dedicarse» por toda la eternidad a ser madre de los hombres. María no se jubiló de la maternidad. Sigue engendrando, engendrándonos. Ejerce de madre, tal vez porque es lo único -¡lo único!- que sabe hacer. ¡Y qué bien lo hace! ¿Por qué entonces le pedimos que vuelva a nosotros esos sus ojos misericordiosos cuando sabemos que no tiene ojos sino para nosotros, Madre, Madre nuestra?
Y, sin embargo, no conocemos historia de amor como la de María. Yo pienso incluso que si tuviera que escribir una «historia del amor», me limitarla a narrar la de María. Y que toda la vida de la Virgen podría contarse perfectamente desde la única clave del amor.
Un gran amor cuya plenitud empieza, asombrosamente, por un ancho vacío. Un vaciado de egoísmos. Porque la razón por la que los más de los hombres no nos llenarnos de amor es que estamos ya llenos de nosotros mismos. Como una tierra a la que la planta de nuestro propio orgullo le devorase todo su jugo, así no se puede sembrar en nuestras almas ningún otro árbol. Vivimos tan pensando en nuestras cosas que ni llegamos a enterarnos de que hay otros seres a los que amar. Nos volvemos infecundos al autoadorarnos. El egoísmo es una especie de interminable mas- turbación del alma. ¿Cómo podría amar quien siempre tuviera llena su boca con la palabra yo-yo-yo?
María pudo amar mucho y recibir mucho porque toda su infancia y adolescencia fue un permanente vaciarse de sí misma. Vivía a la espera de algo más grande que ella. El centro de su alma estaba fuera de sí misma, por encima de su propia persona. No sabia muy bien lo que esperaba, pero era pura expectación. No sólo es que fuera virgen, es que estaba llena de virginidad, de apertura integral de alma y cuerpo. Alguien la llenaría. Ella no tenía más que hacer que mantener bien abiertas sus puertas. Era libre para amar porque era esclava. Podía ser reina, porque era servidora. Podía ser llena de gracia, porque estaba vacía de caprichos, de falsos sueños, de intereses, de esperanzas humanas. Podía recibir al Amor, porque no se había atiborrado de amorcillos.
Y su amor a José era parte del gran amor, un camino misterioso. No sabia aún muy bien cómo se realizaría aquel noviazgo suyo, pero si intuía que, en todo caso, formara parte de un plan más ancho que sus ilusiones de muchacha. Por él, a través de él o quizá sólo a la sombra de él, vendría la gran fecundidad, una fecundidad más grande que ellos dos. En todos los enamoramientos -lo sabía- hay algo de misterio y tanto más cuanto más amor. El suyo era un misterio que, más que desbordarles, les ensancharla, les multiplicaría las almas. Una gran vocación nunca rebaja o recorta: dilata, estira, agranda. Así entraron ellos en su matrimonio, como una tierra que espera una semilla, aunque no podían sospechar qué honda y enorme sería la suya.
Y así llegó a su alma y a su seno un Amor que era mucho más grande que el que ella hubiera podido, con sus fuerzas de mujer, fabricar e incluso soñar. Ahora se dio cuenta de que su amor de muchacha había sido sólo un prólogo, una lejana intuición del que la invadiría. Pues si es cierto que había sido elegida porque antes amaba, también lo es que ahora amaba multiplicadamente porque había sido elegida.
¿Cómo pudo tanto Amor caberle dentro? Esto no lo entendería nunca, sólo la fe vislumbraba desde lejos el tamaño que había tomado su alma. Jamás en ser humano alguno cupo tanto Amor. Jamás soñé nadie engendrar un Amor semejante. Y, sin embargo, «cabía» en ella. Porque el enorme Amor se había hecho pequeñito, bebé. ¡Un bebé-Dios, qué cosas! Y ella era madre en el sentido más literal de la palabra. Pero «tan» madre que parecía imposible. Tenía el cielo en su corazón y en su seno. Sólo Dios podía hacer realizable esa paradoja del infinito empequeñecido que la habitaba.
Y desde entonces su alma, más que llena de amor, lo estaba de vértigo. Toda vocación nos desborda, nos saca de nosotros mismos, tira del alma hacia arriba, nos aboca al riesgo. ¿Cómo no desgarró su alma aquella tan enorme? ¿Cómo pudo soportar ella .el tirón de todos los caballos de Dios cabalgándole dentro?
No se hizo, claro, sin desgarramiento. Y es que, antes o después, todo amor se vuelve prueba y desconcierto. No hay amor sin Vía Crucis. Y María recorrió todas las estaciones. Entrar primero a oscuras en la penumbra de la fe. Pasar luego por los túneles de la desconfianza. Exponerse a perder el amor de José para proteger el otro gran Amor. Conocer las dulces rechiflas de las murmuraciones y las sospechas. Y callar. Callar, la más difícil asignatura que tiene que aprobar todo amor. Olvidarse de sí misma y, sin defenderse, descubrir el otro gran rostro del amor: el que nos empuja a difundirlo. Pues por amor va corriendo hacia Isabel. Alguien la necesita. ¿Cómo podría ella quedarse cómoda en casita, esperando acontecimientos, cuando alguien está pasando una prueba parecida a la suya, aunque infinitamente menor?
Y allá va el amor de la muchacha corriendo campo a través para, sin preocuparse de la tormenta interior, volcarse en el canto de las misericordias de Dios sobre ella y su pueblo. El amor es poeta y del fuego interior sale esa milagrosa llamarada del Magnificat: Dios es grande aunque a veces nos vuelva locos con sus cosas.
Y Belén, que es la patria natal del amor. Dicen que no se puede querer una cosa que no se llega a estrechar entre los brazos. Y ahora el infinito amor se ha hecho digerible, abrazable, abarcable. Se le puede llamar Hijo. Ahora sí que el pequeño amor humano de María toma los límites de la eternidad, y por primera y única vez en la historia «el Amor es amado» si no como él merece, sí al menos esta vez sin metáforas, «con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas». Pues no hay un solo rincón en María que no esté amando.
Y, tras la pausa de gozo, el amor prosigue su Vía Crucis. Simeón le explica que el amor no es una confitería, que siempre hay una espada en el horizonte, que el dolor es el crisol del amor. Y hay que empezar a amar de esa manera absurda que es huir en la noche porque este mundo empieza a no soportar al amor apenas ha nacido. Amar -ahora lo entiende María bien- no es una historia de besos y caricias, no son las dulces consolaciones del alma, no es una fogarata de entusiasmo enamorado; es luchar por aquello que se ama, dejándose tiras de alma en las aristas de la realidad.
Para dejar luego paso al mejor de los amores: al amor gris, al lento y aburrido amor de treinta años sin hogueras, con el caliente rescoldo del amor de cada día. ¿Puede realmente llamarse amor al que no ha cruzado el desierto de treinta años de silencio? El paso de los días y los meses quita brillo al amor, pero le presta hondura y verdad. El tiempo -y no el entusiasmo- es la prueba del nueve del amor. Los amores de teatro duran horas o, cuando más, semanas. Los auténticos surgen de la suma de días y días de hacer calladamente la comida, acarrear el agua y la leña, estar juntos cuando ya no se tiene nada nuevo que decir. En Nazaret no se vive una «locura de amor»; se vive el denso, callado, lento, cotidiano, oscuro y luminoso, el enorme amor construido de infinitos pequeños minutos de cariño. Allí se ama a un Dios que no mima, a un Dios que parece haberse olvidado de nosotros, con un amor que parecería ser de ida sin vuelta. Un amor sin ángeles consoladores. La esclava descubre que aquello no fue una palabra, que la tratan realmente como una esclava, sin otro reino que sus manos cansadas.
Y después la soledad. Tampoco hay amor verdadero sin horas de soledad y abandono. Porque el Hijo-Amor se ha ido lejos, a su gran locura, y la madre tiene que vivir un amor de abandonada. ¿Abandonada? No en el corazón, pero sí en la cama del muchacho vacía, en la puerta que nunca cruza nadie.
Luego el amor se vuelve tragedia. ¿Puede decir que ha amado quien jamás ha sufrido por su amor? Santa María del amor hermoso es hermana gemela de Santa María del mayor dolor. Las cruces tienen una extraña tendencia a crecer en el corazón. Con la única diferencia de que en los corazones que aman esa cruz está llena y no vacía. Pero todas las cruces tienen sangre. Y todo amor se vive a contramuerte.
Por fortuna, ningún dolor es capaz de ahogar una esperanza verdadera. Y en la tarde de todos los sábados se junta al vacío de la soledad la plena luz de la esperanza. El amor es más fuerte que la muerte, cuanto más el Amor. El de María también es inmortal.
Y resucitará el domingo en el abrazo total, el amor sin eclipse de la mañana pascual. Porque sólo detrás de la muerte el amor está a salvo, definitivamente invencible, vuelto ya sólo luz. Ahora ya, sin temores, sin riesgos, puede decir que «sólo en amar es nú ejercicios, volver a engendrar, ahora con el alma.
Una alegría que no logra empañar la nostalgia de la ausencia, durante esos años en los que se diría que hay dos cielos: uno arriba y otro, prestado, en el alma amante de Maria. ¿No es cielo allí donde está Dios?
Y, al fin, morir de amor. «No sólo -escribirá Terrién- murió en el amor y por el amor, sino también de amor. Morir de amor es tener por causa próxima de la muerte al amor mismo.»
Y luego, todavía el amor: «dedicarse» por toda la eternidad a ser madre de los hombres. María no se jubiló de la maternidad. Sigue engendrando, engendrándonos. Ejerce de madre, tal vez porque es lo único -¡lo único!- que sabe hacer. ¡Y qué bien lo hace! ¿Por qué entonces le pedimos que vuelva a nosotros esos sus ojos misericordiosos cuando sabemos que no tiene ojos sino para nosotros, Madre, Madre nuestra?
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