La
familia: Concepto
La familia es un grupo de personas unidad por vínculos de parentesco, ya sea con sanguíneo, por matrimonio o adoptacion que viven juntos por un periodo indefinido de tiempo. Constituye la unidad básica de la sociedad.
En la actualidad, destaca la familia nuclear o conyugal, la cual está
integrada por el padre, la madre y los hijos a diferencia de la familia
extendida que incluye los abuelos, suegros, tíos, primos, etc.
En este núcleo familiar se satisfacen las necesidades más elementales de
las personas, como comer, dormir, alimentarse, etc. Además se prodiga amor,
cariño, protección y se prepara a los hijos para la vida adulta, colaborando
con su integración en la sociedad.
La unión familiar asegura a sus integrantes estabilidad emocional,
social y económica. Es allí donde se aprende tempranamente a dialogar, a
escuchar, a conocer y desarrollar sus derechos y deberes como persona humana.
La base de la familia en Chile es el matrimonio, el cual está regulado
por nuestro Código Civil.
Funciones de la familia
La familia en la sociedad tiene importantes tareas, que tienen relación
directa con la preservación de la vida humana como su desarrollo y bienestar.
Las funciones de la familia son:
·
Función biológica: se satisface
el apetito sexual del hombre y la mujer, además de la reproducción humana.
·
Función educativa: tempranamente
se socializa a los niños en cuanto a hábitos, sentimientos, valores, conductas,
etc.
·
Función económica: se satisfacen
las necesidades básicas, como el alimento, techo, salud, ropa.
·
Función solidaria: se
desarrollan afectos que permiten valorar el socorro mutuo y la ayuda al
prójimo.
·
Función protectora: se da
seguridad y cuidados a los niños, los inválidos y los ancianos.
La familia en el
plan de Dios
La comunidad conyugal está establecida sobre el consentimiento de
los esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos
y a la procreación y educación de los hijos. El amor de los esposos y la
generación de los hijos establecen entre los miembros de una familia relaciones
personales y responsabilidades primordiales.
Un hombre y una mujer unidos en matrimonio forman con sus hijos
una familia. Esta disposición es anterior a todo reconocimiento por la
autoridad pública; se impone a ella. Se la considerará como la referencia
normal en función de la cual deben ser apreciadas las diversas formas de
parentesco.
Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana
y la dotó de su constitución fundamental. Sus miembros son personas iguales en
dignidad. Para el bien común de sus miembros y de la sociedad, la familia
implica una diversidad de responsabilidades, de derechos y de deberes.
La familia cristiana
“La familia cristiana constituye
una revelación y una actuación específicas de la comunión eclesial; por eso
[...] puede y debe decirse Iglesia doméstica” (FC 21, cf LG 11). Es
una comunidad de fe, esperanza y caridad, posee en la Iglesia una importancia
singular como aparece en el Nuevo Testamento (cf Ef 5,
21-6, 4; Col 3, 18-21; 1 P 3, 1-7).
La familia cristiana es una comunión de personas, reflejo e imagen
de la comunión del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad
procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios. Es llamada a
participar en la oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la
lectura de la Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La familia
cristiana es evangelizadora y misionera.
Las relaciones en el seno de la familia entrañan una afinidad de
sentimientos, afectos e intereses que provienen sobre todo del mutuo respeto de
las personas. La familia es una comunidad privilegiada llamada a
realizar un propósito común de los esposos y una cooperación diligente de los
padres en la educación de los hijos (cf. GS 52).
La familia y la
sociedad
La familia es la célula original de la vida social. Es
la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el
amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación
en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la
seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la
comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales,
se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es
iniciación a la vida en sociedad.
La familia debe vivir de manera que sus miembros aprendan el
cuidado y la responsabilidad respecto de los pequeños y mayores, de los
enfermos o disminuidos, y de los pobres. Numerosas son las familias que en
ciertos momentos no se hallan en condiciones de prestar esta ayuda. Corresponde
entonces a otras personas, a otras familias, y subsidiariamente a la sociedad,
proveer a sus necesidades. “La religión pura e intachable ante Dios Padre es
ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse
incontaminado del mundo” (St 1, 27).
La familia debe ser ayudada y defendida mediante medidas sociales
apropiadas. Cuando las familias no son capaces de realizar sus funciones, los
otros cuerpos sociales tienen el deber de ayudarlas y de sostener la
institución familiar. En conformidad con el principio de subsidiariedad, las
comunidades más numerosas deben abstenerse de privar a las familias de sus
propios derechos y de inmiscuirse en sus vidas.
La importancia de la familia para la vida y el bienestar de la sociedad
(cf GS 47, 1)
entraña una responsabilidad particular de ésta en el apoyo y fortalecimiento del
matrimonio y de la familia. La autoridad civil ha de considerar como deber
grave “el reconocimiento de la auténtica naturaleza del matrimonio y de la
familia, protegerla y fomentarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la
prosperidad doméstica” (GS 52, 2).
La comunidad política tiene el deber de honrar a la familia,
asistirla y asegurarle especialmente:
— la libertad de fundar un hogar, de tener hijos y de educarlos de
acuerdo con sus propias convicciones morales y religiosas;
— la protección de la estabilidad del vínculo conyugal y de la
institución familiar;
— la libertad de profesar su fe, transmitirla, educar a sus hijos en
ella, con los medios y las instituciones necesarios;
— el derecho a la propiedad privada, a la libertad de iniciativa, a
tener un trabajo, una vivienda, el derecho a emigrar;
— conforme a las instituciones del país, el derecho a la atención
médica, a la asistencia de las personas de edad, a los subsidios familiares;
— la protección de la seguridad y la higiene, especialmente por lo que
se refiere a peligros como la droga, la pornografía, el alcoholismo, etc.;
— la libertad para formar asociaciones con otras familias y de estar así
representadas ante las autoridades civiles (cf FC 46).
El cuarto mandamiento ilumina las demás relaciones en la
sociedad. En nuestros hermanos y hermanas vemos a los hijos de nuestros
padres; en nuestros primos, los descendientes de nuestros antepasados; en
nuestros conciudadanos, los hijos de nuestra patria; en los bautizados, los
hijos de nuestra madre, la Iglesia; en toda persona humana, un hijo o una hija
del que quiere ser llamado “Padre nuestro”. Así, nuestras relaciones con el
prójimo se deben reconocer como pertenecientes al orden personal. El prójimo no
es un “individuo” de la colectividad humana; es “alguien” que por sus orígenes,
siempre “próximos” por una u otra razón, merece una atención y un respeto
singulares.
Las comunidades humanas están compuestas de personas.
Gobernarlas bien no puede limitarse simplemente a garantizar los derechos y el
cumplimiento de deberes, como tampoco a la sola fidelidad a los compromisos.
Las justas relaciones entre patronos y empleados, gobernantes y ciudadanos,
suponen la benevolencia natural conforme a la dignidad de personas humanas
deseosas de justicia y fraternidad.
Deberes de los
miembros de la familia
Deberes de los hijos
La paternidad divina es la fuente de la paternidad humana (cf Ef 3,
14); es el fundamento del honor debido a los padres. El respeto de los hijos,
menores o mayores de edad, hacia su padre y hacia su madre (cf Pr 1,
8; Tb 4, 3-4), se nutre del afecto natural nacido del vínculo
que los une. Es exigido por el precepto divino (cf Ex 20, 12).
El respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para
quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos
al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. “Con
todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu madre.
Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que contigo han hecho?”
(Si 7, 27-28).
El respeto filial se expresa en la docilidad y la obediencia verdaderas.
“Guarda, hijo mío, el mandato de tu padre y no desprecies la lección de tu madre
[...] en tus pasos ellos serán tu guía; cuando te acuestes, velarán por ti;
conversarán contigo al despertar” (Pr 6, 20-22). “El hijo sabio ama
la instrucción, el arrogante no escucha la reprensión” (Pr 13, 1).
Mientras vive en el domicilio de sus padres, el hijo debe obedecer
a todo lo que éstos dispongan para su bien o el de la familia. “Hijos, obedeced
en todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor” (Col 3,
20; cf Ef 6, 1). Los niños deben obedecer también las
prescripciones razonables de sus educadores y de todos aquellos a quienes sus
padres los han confiado. Pero si el niño está persuadido en conciencia de que
es moralmente malo obedecer esa orden, no debe seguirla.
Cuando se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus padres.
Deben prevenir sus deseos, solicitar dócilmente sus consejos y aceptar sus
amonestaciones justificadas. La obediencia a los padres cesa con la
emancipación de los hijos, pero no el respeto que les es debido, el cual
permanece para siempre. Este, en efecto, tiene su raíz en el temor de Dios, uno
de los dones del Espíritu Santo.
El cuarto mandamiento recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades
para con los padres. En la medida en que ellos pueden, deben prestarles
ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en
momentos de soledad o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cf Mc 7,
10-12).
«El Señor glorifica al padre en los hijos, y afirma el derecho de la
madre sobre su prole. Quien honra a su padre expía sus pecados; como el que
atesora es quien da gloria a su madre. Quien honra a su padre recibirá contento
de sus hijos, y en el día de su oración será escuchado. Quien da gloria al
padre vivirá largos días, obedece al Señor quien da sosiego a su madre» (Si 3,
2-6).
«Hijo, cuida de tu padre en su vejez, y en su vida no le causes
tristeza. Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente, no le desprecies en la
plenitud de tu vigor [...] Como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito
del Señor quien irrita a su madre» (Si 3, 12-13.16).
El respeto filial favorece la armonía de toda la vida familiar;
atañe también a lasrelaciones entre hermanos y hermanas. El respeto a
los padres irradia en todo el ambiente familiar. “Corona de los ancianos son
los hijos de los hijos” (Pr 17, 6). “[Soportaos] unos a otros en la
caridad, en toda humildad, dulzura y paciencia” (Ef 4, 2).
Los cristianos están obligados a una especial gratitud para con
aquellos de quienes recibieron el don de la fe, la gracia del bautismo y la
vida en la Iglesia. Puede tratarse de los padres, de otros miembros de la
familia, de los abuelos, de los pastores, de los catequistas, de otros maestros
o amigos. “Evoco el recuerdo [...] de la fe sincera que tú tienes, fe que arraigó
primero en tu abuela Loida y en tu madre Eunice, y sé que también ha arraigado
en ti” (2 Tm1, 5).
Deberes de los padres
La fecundidad del amor conyugal no se reduce a la sola procreación
de los hijos, sino que debe extenderse también a su educación moral y a su
formación espiritual. El papel de los padres en la educación “tiene
tanto peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse” (GE 3). El
derecho y el deber de la educación son para los padres primordiales e
inalienables (cf FC 36).
Los padres deben mirar a sus hijos como a hijos de Dios y
respetarlos como a personas humanas. Han de educar a sus hijos en
el cumplimiento de la ley de Dios, mostrándose ellos mismos obedientes a la
voluntad del Padre de los cielos.
Los padres son los primeros responsables de la educación de sus
hijos. Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un
hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio
desinteresado son norma. La familia es un lugar apropiado para la educación
de las virtudes. Esta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano
juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad verdadera. Los padres
han de enseñar a los hijos a subordinar las dimensiones “materiales e
instintivas a las interiores y espirituales” (CA 36). Es una grave responsabilidad para los padres dar
buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo reconocer ante sus hijos sus propios
defectos, se hacen más aptos para guiarlos y corregirlos:
«El que ama a su hijo, le corrige sin cesar [...] el que enseña a su
hijo, sacará provecho de él» (Si 30, 1-2). «Padres, no exasperéis a
vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección
según el Señor» (Ef6, 4).
La familia constituye un medio natural para la iniciación del ser
humano en la solidaridad y en las responsabilidades comunitarias. Los padres
deben enseñar a los hijos a guardarse de los riesgos y las degradaciones que
amenazan a las sociedades humanas.
Por la gracia del sacramento del matrimonio, los padres han recibido la
responsabilidad y el privilegio de evangelizar a sus hijos. Desde
su primera edad, deberán iniciarlos en los misterios de la fe, de los que ellos
son para sus hijos los “primeros [...] heraldos de la fe” (LG11). Desde su
más tierna infancia, deben asociarlos a la vida de la Iglesia. La forma de vida
en la familia puede alimentar las disposiciones afectivas que, durante toda la
vida, serán auténticos cimientos y apoyos de una fe viva.
La educación en la fe por los padres debe
comenzar desde la más tierna infancia. Esta educación se hace ya cuando los
miembros de la familia se ayudan a crecer en la fe mediante el testimonio de
una vida cristiana de acuerdo con el Evangelio. La catequesis familiar precede,
acompaña y enriquece las otras formas de enseñanza de la fe. Los padres tienen
la misión de enseñar a sus hijos a orar y a descubrir su vocación de hijos de
Dios (cf LG 11). La
parroquia es la comunidad eucarística y el corazón de la vida litúrgica de las
familias cristianas; es un lugar privilegiado para la catequesis de los niños y
de los padres.
Los hijos, a su vez, contribuyen al crecimiento de sus
padres en la santidad (cf GS 48, 4).
Todos y cada uno deben otorgarse generosamente y sin cansarse el mutuo perdón
exigido por las ofensas, las querellas, las injusticias y las omisiones. El
afecto mutuo lo sugiere. La caridad de Cristo lo exige (cf Mt 18,
21-22; Lc 17, 4).
Durante la infancia, el respeto y el afecto de los padres se
traducen ante todo en el cuidado y la atención que consagran para educar a sus
hijos, y para proveer a sus necesidades físicas y espirituales. En
el transcurso del crecimiento, el mismo respeto y la misma dedicación llevan a
los padres a enseñar a sus hijos a usar rectamente de su razón y de su
libertad.
Los padres, como primeros
responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho de elegir
para ellos una escuela que corresponda a sus propias convicciones.
Este derecho es fundamental. En cuanto sea posible, los padres tienen el deber
de elegir las escuelas que mejor les ayuden en su tarea de educadores
cristianos (cf GE 6). Los
poderes públicos tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de
asegurar las condiciones reales de su ejercicio.
Cuando llegan a la edad correspondiente, los hijos tienen el deber
y el derecho de elegir su profesión y su estado de vida. Estas
nuevas responsabilidades deberán asumirlas en una relación de confianza con sus
padres, cuyo parecer y consejo pedirán y recibirán dócilmente. Los padres deben
cuidar de no presionar a sus hijos ni en la elección de una profesión ni en la
de su futuro cónyuge. Esta indispensable prudencia no impide, sino al
contrario, ayudar a los hijos con consejos juiciosos, particularmente cuando
éstos se proponen fundar un hogar.
Hay quienes no se casan para poder cuidar a sus padres, o sus
hermanos y hermanas, para dedicarse más exclusivamente a una profesión o por
otros motivos dignos. Estas personas pueden contribuir grandemente al bien de
la familia humana.
La familia y el
reino de Dios
Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son
absolutos. A la par que el hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y
espirituales, la vocación singular que viene de Dios se afirma con más claridad
y fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de
sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación primera del
cristiano es seguir a Jesús (cf Mt 16, 25):
“El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama
a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (Mt 10, 37).
Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a
la familia de Dios, a vivir en conformidad con su manera de vivir:
“El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi
hermana y mi madre” (Mt 12, 49).
Los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el
llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por
el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.
Las autoridades en
la sociedad civil
El cuarto mandamiento de Dios nos ordena también honrar a todos
los que, para nuestro bien, han recibido de Dios una autoridad en la sociedad.
Este mandamiento determina tanto los deberes de quienes ejercen la autoridad
como los de quienes están sometidos a ella.
Deberes de las autoridades civiles
Los que ejercen una autoridad deben ejercerla como un servicio.
“El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro esclavo” (Mt 20,
26). El ejercicio de una autoridad está moralmente regulado por su origen divino,
su naturaleza racional y su objeto específico. Nadie puede ordenar o establecer
lo que es contrario a la dignidad de las personas y a la ley natural.
El ejercicio de la autoridad ha de manifestar una justa jerarquía
de valores con el fin de facilitar el ejercicio de la libertad y de la
responsabilidad de todos. Los superiores deben ejercer la justicia distributiva
con sabiduría, teniendo en cuenta las necesidades y la contribución de cada uno
y atendiendo a la concordia y la paz. Deben velar porque las normas y
disposiciones que establezcan no induzcan a tentación oponiendo el interés
personal al de la comunidad (cf CA 25).
El poder político está obligado a respetar los
derechos fundamentales de la persona humana. Y a administrar humanamente
justicia en el respeto al derecho de cada uno, especialmente el de las familias
y de los desheredados.
Los derechos políticos inherentes a la ciudadanía pueden y deben ser
concedidos según las exigencias del bien común. No pueden ser suspendidos por
la autoridad sin motivo legítimo y proporcionado. El ejercicio de los derechos
políticos está destinado al bien común de la nación y de toda la comunidad
humana.
Deberes de los ciudadanos
Los que están sometidos a la autoridad deben mirar a sus
superiores como representantes de Dios que los ha instituido ministros de sus
dones (cf Rm 13, 1-2): “Sed sumisos, a causa del Señor, a toda
institución humana [...]. Obrad como hombres libres, y no como quienes hacen de
la libertad un pretexto para la maldad, sino como siervos de Dios” (1 P 2,
13.16.). Su colaboración leal entraña el derecho, a veces el deber, de ejercer
una justa crítica de lo que les parece perjudicial para la dignidad de las
personas o el bien de la comunidad.
Deber de los ciudadanos es cooperar con la autoridad
civil al bien de la sociedad en espíritu de verdad, justicia, solidaridad y
libertad. El amor y el servicio de la patria forman parte del
deber de gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a las autoridades
legítimas y el servicio del bien común exigen de los ciudadanos que cumplan con
su responsabilidad en la vida de la comunidad política.
La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien
común exigen moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al
voto, la defensa del país:
«Dad a cada cual lo que se le debe: a quien impuestos, impuestos; a
quien tributo, tributo; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor» (Rm 13,
7).
«Los cristianos residen en su propia patria, pero como extranjeros
domiciliados. Cumplen todos sus deberes de ciudadanos y soportan todas sus
cargas como extranjeros [...] Obedecen a las leyes establecidas, y su manera de
vivir está por encima de las leyes. [...] Tan noble es el puesto que Dios les
ha asignado, que no les está permitido desertar» (Epistula ad Diognetum,
5, 5.10; 6, 10).
El apóstol nos exhorta a ofrecer oraciones y acciones de gracias por los
reyes y por todos los que ejercen la autoridad, “para que podamos vivir una
vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad” (1 Tm 2, 2).
Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto
sea posible, alextranjero que busca la seguridad y los medios de
vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar
para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección
de quienes lo reciben.
Las autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen
a su cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a
diversas condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes
de los emigrantes respecto al país de adopción. El inmigrante está obligado a
respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo
acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas.
El ciudadano tiene obligación en conciencia de no seguir las
prescripciones de las autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios
a las exigencias del orden moral, a los derechos fundamentales de las personas
o a las enseñanzas del Evangelio. El rechazo de la obediencia a las
autoridades civiles, cuando sus exigencias son contrarias a las de la recta
conciencia, tiene su justificación en la distinción entre el servicio de Dios y
el servicio de la comunidad política. “Dad [...] al César lo que es del César y
a Dios lo que es de Dios” (Mt22, 21). “Hay que obedecer a Dios antes que
a los hombres” (Hch 5, 29):
«Cuando la autoridad pública, excediéndose en sus competencias, oprime a
los ciudadanos, éstos no deben rechazar las exigencias objetivas del bien
común; pero les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos
contra el abuso de esta autoridad, guardando los límites que señala la ley
natural y evangélica» (GS 74, 5).
La resistencia a la opresión de quienes gobiernan
no podrá recurrir legítimamente a las armas sino cuando se reúnan las
condiciones siguientes: 1) en caso de violaciones ciertas, graves y prolongadas
de los derechos fundamentales; 2) después de haber agotado todos los otros
recursos; 3) sin provocar desórdenes peores; 4) que haya esperanza fundada de
éxito; 5) si es imposible prever razonablemente soluciones mejores.
La comunidad política y la Iglesia
Toda institución se inspira, al menos implícitamente, en una
visión del hombre y de su destino, de la que saca sus referencias de juicio, su
jerarquía de valores, su línea de conducta. La mayoría de las sociedades han
configurado sus instituciones conforme a una cierta preeminencia del hombre
sobre las cosas. Sólo la religión divinamente revelada ha reconocido claramente
en Dios, Creador y Redentor, el origen y el destino del hombre. La Iglesia
invita a las autoridades civiles a juzgar y decidir a la luz de la Verdad sobre
Dios y sobre el hombre:
Las sociedades que ignoran esta inspiración o la rechazan en nombre de
su independencia respecto a Dios se ven obligadas a buscar en sí mismas o a
tomar de una ideología sus referencias y finalidades; y, al no admitir un
criterio objetivo del bien y del mal, ejercen sobre el hombre y sobre su
destino, un poder totalitario, declarado o velado, como lo muestra la historia.
(cf CA
45; 46).
La Iglesia, que por razón de su misión y de su competencia, no se
confunde en modo alguno con la comunidad política [...] es a la vez signo y
salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana. La Iglesia
“respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad política de los
ciudadanos” (GS 76, 3).
Pertenece a la misión de la Iglesia “emitir un juicio moral
incluso sobre cosas que afectan al orden político cuando lo exijan los derechos
fundamentales de la persona o la salvación de las almas, aplicando todos y sólo
aquellos medios que sean conformes al Evangelio y al bien de todos según la
diversidad de tiempos y condiciones” (GS 76, 5).
En Resumen
“Honra a tu padre y a tu madre” (Dt 5,16 ; Mc 7,10).
De conformidad con el cuarto mandamiento, Dios quiere que,
después que a Él, honremos a nuestros padres y a los que Él reviste de
autoridad para nuestro bien.
La comunidad conyugal está establecida sobre la alianza y el
consentimiento de los esposos. El matrimonio y la familia están ordenados al
bien de los cónyuges, a la procreación y a la educación de los hijos.
“La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana
está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar” (GS 47, 1).
Los hijos deben a sus padres respeto, gratitud, justa
obediencia y ayuda. El respeto filial favorece la armonía de toda la vida
familiar.
Los padres son los primeros responsables de la educación de sus
hijos en la fe, en la oración y en todas las virtudes. Tienen el deber de
atender, en la medida de lo posible, las necesidades materiales y espirituales
de sus hijos.
Los padres deben respetar y favorecer la vocación de sus hijos.
Han de recordar y enseñar que la vocación primera del cristiano es la de seguir
a Jesús.
La autoridad pública está obligada a respetar los derechos
fundamentales de la persona humana y las condiciones del ejercicio de su
libertad.
El deber de los ciudadanos es cooperar con las autoridades civiles
en la construcción de la sociedad en un espíritu de verdad, justicia,
solidaridad y libertad.”
El ciudadano está obligado en conciencia a no seguir las
prescripciones de las autoridades civiles cuando son contrarias a las
exigencias del orden moral. “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29).
Toda sociedad refiere sus juicios
y su conducta a una visión del hombre y de su destino. Si se prescinde de la
luz del Evangelio sobre Dios y sobre el hombre, las sociedades se hacen
fácilmente «totalitarias».
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