La historia de Doña Anita
La historia de Doña Anita
Doña Anita es una vieja-viejísima-viuda-viudísima que vive en una ciudad de cuyo nombre prefiero no acordarme. Porque esto que voy a contar es una historia absolutamente real, aun cuando tenga tanto olor a fábula como tiene, Doña Anita tuvo la desgracia de enviudar a los cuatro días de casada, pues su marido («su Paco», dice ella) murió siendo no se acuerda si teniente o capitán en una lejanísima guerra, que ya no está muy segura si fue la de África o la de Cuba. Lo que sí sabe doña Anita es que su Paco la dejó con el cielo y la tierra. Que de él sólo queda una preciosa fotografía, ya amarillenta; unas viejas sábanas de seda, que sólo se usaron cuatro noches, y una pensión de 5.105 pesetas (Aproximadamente 30 euros). Con este fabuloso sueldo vive doña Anita, convertida ya en una gacela antediluviana, rodeada por un mundo de monstruos. Pero doña Anita se las arregla para que sus cinco billetes lleguen a fin de mes, dando por supuesto que las primeras 105 se las gasta cada día 30, al cobrar, en una vela, que enciende en honor y recuerdo de su Paco. Hace no muchos meses, un día 30 pagaron a doña Anita su pensión con un solo billete de 5.000, un billete de 100 y una moneda de 5 pesetas. A doña Anita le alegró tener por primera vez en las manos aquel billete, que le parecía un premio gordo, pero al mismo tiempo le entraron todos los temblores del infierno ante la hipótesis de que pudiera perderlo. No estaría segura hasta que, a la mañana siguiente, lo cambiara en la tienda. Y los sudores del infierno llegaron cuando, al ir a pagar sus verduras, después de su misa, se encontró con que, a pesar de todas sus precauciones, o quizá a causa de ellas, el billete de 5.000 no aparecía. Doña Anita revolvió y volvió del revés su bolso, Pero nada. Hizo cinco veces el camino que iba de su casa a la iglesia y de la iglesia al mercado. Pero nada. Buscó debajo de todos los bancos del templo, corrió los muebles todos de su casa. Y nada. La angustia se hizo dueña de su corazón. ¿Cómo podría vivir ahora los treinta horribles e interminables días del mes si no tenía un solo céntimo en el banco, si todas las personas a las que conociera en este mundo estaban ya en el otro? Volvió a recontar todas sus cosas y comprobó, una vez más, que no quedaba nada de valor por vender... salvo, claro, aquellas sábanas de seda viejísimas, aquel juego de café de plata que le regalaron sus hermanos el día de su boda y aquel viejo medallón de su madre. ¡Pero vender eso sería como venderse a sí misma!
Malcomió aquel día con las sobras que quedaban en la vieja nevera y apenas durmió en la larga noche. «¡Eso es! -pensó entre dos sueños angustiados-, ¡el billete lo perdí en el ascensor, al bajar para ir a misa!» Se levantó temblando y, con un abrigo encima del camisón, salió a la escalera. ¡Pero ni en el ascensor ni en la escalera había nada! Y regresó a su lecho como una condenada a muerte. A la mañana, cuando salió a misa -Dios era ya lo único que le quedaba- clavó en la cabina del ascensor una tarjetita en la que anunciaba que si alguien había encontrado un billete de 5.000 pesetas hiciera el favor de devolvérselo a... Pero lo clavó sin la menor de las confianzas,
Aquella misa fue la más triste en la vida de doña Anita. Cuando el sacerdote comenzó a rezar el «Yo pecador», la viuda-viudísima se acordó de que ayer, en una de sus idas y venidas, se había cruzado en la escalera con la otra viuda del cuarto -ésa a la que los vecinos llamaban, para distinguirla de ella, la viuda alegre, y no sin motivos, según decían- y había comprobado que acababa de estrenar un precioso bolso de cuero. ¡Ahí estaban fundidas sus 5.000 pesetas! ¡Era claro como la luz del día!- Pero mientras el sacerdote leía el Evangelio, doña Anita recordó que las dos chicas del tercero, ésas que volvían todas las noches a las tantas, con sus novios, en motos estruendosas, habían llegado ayer aún mucho más tarde de lo ordinario. ¡Y doña Anita tembló ante el simple pensamiento de lo que aquellas dos perdidas hubieran podido hacer con sus 5.000 pesetas! Cuando el sacerdote recitó el ofertorio vino al pensamiento de doña Anita su vecino del segundo, el carnicero, un comunista malencarado, que ayer la miró, al cruzarse con ella en la escalera, con una mirada aviesa y repulsiva. ¡Dios santo, en qué habría podido invertir el comunista ese su dinero! En la consagración fue don Fernando -ese que decían que vivía con una mujer que no era la suya- la víctima de las sospechas de doña Anita. Y como la misa aún duró diez minutos, fueron todos los vecinos, uno a uno, convirtiéndose en probabilísimos apropiadores de la sangre de doña Anita.
Sólo cuando al ir a entrar en su piso -rabia le dio entrar en aquel bloque de viviendas corrompidas- tropezó doña Anita, y al caérsele el misal, salieron de él doce estampas y un billete de 5.000 pesetas, se dio cuenta la vieja de que era ella tonta-tonta-tonta la culpable de sus sufrimientos. Y cuando se disponía a salir jubilosa hacia el mercado, alguien llamó a su puerta. Era la viuda del cuarto, que, miren ustedes qué casualidad, había encontrado la víspera un billete de 5.000 mil pesetas en el ascensor. Cuando ella se fue, pidiendo mil disculpas y diciendo que sin duda era de algún otro vecino que lo había perdido, llamaron a la puerta las dos chicas del tercero, que también ellas -¡qué cosas!, ¡qué cosas!- habían encontrado en la escalera otro billete de 5.000 pesetas. Luego fue el carnicero, y éste había encontrado no un billete de 5.000 pesetas, peso sí cinco billetes de 1.000 pesetas nuevecitos y juntos. Después subió don Fernando y una docena de vecinos más, porque -¡hay que ver qué casualidades!- todos habían encontrado billetes de 5.000 pesetas en la escalera. Y mientras doña Anita lloraba y lloraba de alegría, se dio cuenta de que el mundo era hermoso y la gente era buena, y que era ella quien ensuciaba el mundo con sus sucios temores.
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