Lectura del santo evangelio según san Lucas (1,46-56):
En aquel tiempo, María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humillación de su esclava. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí: su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia, como lo había prometido a nuestros padres en favor de Abrahán y su descendencia por siempre.»
María se quedó con Isabel unos tres meses y después volvió a su casa.
Palabra del Señor
Reflexión de Hoy
María en el Adviento
Ayer entramos en la última semana del Adviento. Y lo hemos hecho de la mano de la Madre, María. Ella, abandonándose confiadamente a la acción del Espíritu, vino a ser el cauce necesario para dar carne al Salvador. Hoy nos la podemos imaginar ya en los últimos días de su embarazo, en la alegre esperanza de una madre que siente en lo profundo de su ser que está a punto de nacer el hijo de sus entrañas. Alegre esperanza, también, de la Madre que sabe que el fruto de su vientre es el Hijo de Dios, el Salvador de todo ser humano y del Universo entero.
La Iglesia vive hoy también en esta tensión de espera. También ella es madre. Y a imagen de María se sabe llena del Espíritu, a punto de dar a luz para la humanidad entera al Hijo de Dios. Es nuestra alegría, nuestra esperanza, nuestra misión: encarnar al Salvador, hacerle presente en este punto concreto de la historia en el que vivimos. Como María.
La primera lectura de hoy ilumina también este gran Misterio, que lo fue en la Virgen María y lo es hoy en la Iglesia entera y en cada una de sus comunidades. Ana sabía que su hijo Samuel estaba elegido por Dios para una misión. Y también ella supo tener la confianza y la generosidad necesarias para no quedárselo para sí: se lo ofreció a Dios, “de por vida”, entregándolo para lo que el Señor quisiera de él.
A ejemplo de Ana, y a imagen de María, la Madre del Señor, en la Iglesia de hoy tenemos que aprender a poner los ojos no en nosotros mismos, sino en los que están fuera: en los alejados, los no creyentes, los que son de otras religiones, y sobre todo en los excluídos y los empobrecidos, en los que la sociedad saca fuera y margina. La vocación de la Iglesia, su misión, es hacer presente al Salvador en medio del mundo, para el mundo. María encarnó desde su vientre a Jesús, y supo ofrecerlo, dejarlo ir, para que la Salvación llegara a todos; La Iglesia tampoco puede encerrarse en sí misma, ha de salir fuera: a los que sufren, a los olvidados, a los que pierden la fe o la esperanza, a los excluidos.
Y haciéndolo así, comprenderemos y proclamaremos, como María, la grandeza del Señor; y nos alegraremos como ella en Dios, nuestro Salvador. Porque ciertamente el Poderoso hace obras grandes a través de su Iglesia, a pesar incluso de nuestra pequeñez, infidelidad e incoherencia.
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