¿Pecados pequeños?
Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net
Un conferencista que participaba en un congreso dedicado al tema del pecado original quiso explicar la diferencia entre “pecados grandes” y “pecados pequeños”.
Los “pecados grandes” son esos pecados visibles, claros, con una malicia indiscutible: asustan nada más verlos. Un adulterio, un crimen, un robo, un aborto, una traición a un amigo, insultar y humillar a los propios padres... Cuando alguna vez sentimos el deseo de cometer un “pecado grande”, notamos su gravedad, sentimos el deseo de evitarlo, nos da vergüenza pensar sólo en la posibilidad de cometerlo. La conciencia, si tuvimos la desgracia de ceder a la tentación de un “pecado grande”, en seguida empieza a recriminarnos por haber sido tan miserables.
Los “pecados pequeños”, en cambio, son “faltas” sin importancia, de “administración ordinaria”, cosas que no incomodan ni avergüenzan. Permitirme llegar un poco tarde al trabajo simplemente por pereza; usar el teléfono de la oficina para conocer el resultado de un partido de fútbol; tomar un poco de dinero del monedero de un familiar para comprar una revista del corazón o de deportes; llegar a misa lo justo para que “valga”, porque en la televisión estaban dando un “reality show” apasionante...
Los “pecados pequeños” se caracterizan por eso: no inquietan, no desatan un drama en la conciencia. Sabemos que no está muy bien eso de decir medias verdades (o mentiras sin importancia), o el dejar para después (un después que llega a veces muy tarde) escribir a un amigo que necesita una palabra de aliento. Pero conviene no “exagerar” y, total, no hacemos daño a nadie, ni cometemos un pecado mortal.
Aquí se esconde el gran peligro del pecado pequeño: verlo como algo que depende completamente de mí, de lo cual respondo sólo ante mí mismo. Yo lo escojo o yo lo rechazo, sin que me parezca que debo rendir cuentas a nadie, sin que se enfade mucho Dios ni quede muy dañada mi fidelidad cristiana. Como se dice por ahí, “yo me lo guiso y yo me lo como”; además, parece que no provoca indigestión alguna...
De este modo, insensiblemente, empezamos a organizar nuestra vida no según el amor a Dios y al prójimo, ni según el heroísmo y la integridad que debería caracterizar a todo cristiano. Desde luego, seguimos en guardia para evitar los “pecados grandes”, incluso tal vez tenemos la costumbre de confesarnos lo más pronto posible si tenemos la desgracia de cometer un pecado mortal. Pero esos pecados pequeños corroen poco a poco la conciencia y nos acostumbran a aceptar un modo de vivir que no es evangélico, que nos aparta del amor pleno, que nos lleva a caminar según el aire de nuestros gustos o caprichos.
Necesitamos pedir ayuda a Dios para reaccionar ante este peligro. No sólo porque quien se acostumbra a la mediocridad de los pecados pequeños está cada vez más cerca de cometer un “pecado grande”. Sino, sobre todo, porque no hay cristianismo auténtico allí donde no hay una opción profunda y amorosa por vivir los mandamientos en todas sus exigencias (hasta las más “pequeñas”, cf. Mt 5,18-19).
No se trata sólo de no hacer el mal (y ya es mucho), sino, sobre todo, de aceptar la invitación a amar, a servir, a olvidarse de uno mismo, a dar la vida (en las pequeñas fidelidades de cada hora, en lo ordinario, en lo “sin importancia”) por nuestros hermanos...
Los “pecados grandes” son esos pecados visibles, claros, con una malicia indiscutible: asustan nada más verlos. Un adulterio, un crimen, un robo, un aborto, una traición a un amigo, insultar y humillar a los propios padres... Cuando alguna vez sentimos el deseo de cometer un “pecado grande”, notamos su gravedad, sentimos el deseo de evitarlo, nos da vergüenza pensar sólo en la posibilidad de cometerlo. La conciencia, si tuvimos la desgracia de ceder a la tentación de un “pecado grande”, en seguida empieza a recriminarnos por haber sido tan miserables.
Los “pecados pequeños”, en cambio, son “faltas” sin importancia, de “administración ordinaria”, cosas que no incomodan ni avergüenzan. Permitirme llegar un poco tarde al trabajo simplemente por pereza; usar el teléfono de la oficina para conocer el resultado de un partido de fútbol; tomar un poco de dinero del monedero de un familiar para comprar una revista del corazón o de deportes; llegar a misa lo justo para que “valga”, porque en la televisión estaban dando un “reality show” apasionante...
Los “pecados pequeños” se caracterizan por eso: no inquietan, no desatan un drama en la conciencia. Sabemos que no está muy bien eso de decir medias verdades (o mentiras sin importancia), o el dejar para después (un después que llega a veces muy tarde) escribir a un amigo que necesita una palabra de aliento. Pero conviene no “exagerar” y, total, no hacemos daño a nadie, ni cometemos un pecado mortal.
Aquí se esconde el gran peligro del pecado pequeño: verlo como algo que depende completamente de mí, de lo cual respondo sólo ante mí mismo. Yo lo escojo o yo lo rechazo, sin que me parezca que debo rendir cuentas a nadie, sin que se enfade mucho Dios ni quede muy dañada mi fidelidad cristiana. Como se dice por ahí, “yo me lo guiso y yo me lo como”; además, parece que no provoca indigestión alguna...
De este modo, insensiblemente, empezamos a organizar nuestra vida no según el amor a Dios y al prójimo, ni según el heroísmo y la integridad que debería caracterizar a todo cristiano. Desde luego, seguimos en guardia para evitar los “pecados grandes”, incluso tal vez tenemos la costumbre de confesarnos lo más pronto posible si tenemos la desgracia de cometer un pecado mortal. Pero esos pecados pequeños corroen poco a poco la conciencia y nos acostumbran a aceptar un modo de vivir que no es evangélico, que nos aparta del amor pleno, que nos lleva a caminar según el aire de nuestros gustos o caprichos.
Necesitamos pedir ayuda a Dios para reaccionar ante este peligro. No sólo porque quien se acostumbra a la mediocridad de los pecados pequeños está cada vez más cerca de cometer un “pecado grande”. Sino, sobre todo, porque no hay cristianismo auténtico allí donde no hay una opción profunda y amorosa por vivir los mandamientos en todas sus exigencias (hasta las más “pequeñas”, cf. Mt 5,18-19).
No se trata sólo de no hacer el mal (y ya es mucho), sino, sobre todo, de aceptar la invitación a amar, a servir, a olvidarse de uno mismo, a dar la vida (en las pequeñas fidelidades de cada hora, en lo ordinario, en lo “sin importancia”) por nuestros hermanos...
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