EDUCAR ES AMAR JOSE LUIS GONZALEZ

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Sólo las personas son capaces de amar y sólo son actos de amor los realizados con libertad.


Por: Augusto Sarmiento | Fuente: encuentra.com 




La sexualidad, como lenguaje de la persona, está en la base de la respuesta de la vocación al amor que, en cuanto imagen de Dios, ha de vivir cada día. En ocasiones, sin embargo, ese lenguaje se lleva a cabo de una manera que no sirve e, incluso, contradice la realización de esa vocación. Integrar el bien de la sexualidad en el bien de la persona exige observar unos valores que suponen esfuerzo y, no pocas veces, el hombre se deja arrastrar por el desorden introducido por el pecado y no elige el bien de la sexualidad. La necesidad de ese esfuerzo se percibe también si se tiene en cuenta la condición histórica del ser humano, que, por serlo, ha de ejercer su libertad en el tiempo, en el discurrir de los diversos momentos de su existencia temporal.
Surgen por eso, entre otras, cuestiones como las que se refieren a la naturaleza de esa necesidad y a la calidad del esfuerzo que se debe realizar a fin de que el lenguaje de la sexualidad contribuya al bien de la persona o, con otras palabras, esté al servicio de la vocación de la persona al amor. ¿Por qué es necesaria la integración del bien de la sexualidad en el bien de la persona? ¿Qué papel ha de desempeñar la libertad en esa integración?
Sólo las personas son capaces de amar y sólo son actos de amor los realizados con libertad. Por eso, como el amor es donación y entrega de sí mismo, no es posible amar –darse— si no se es dueño de sí mismo. Sin embargo, en relación con la sexualidad, ese señorío sólo es posible en la medida en que esté ordenada y se realice de acuerdo con la dignidad personal. Precisamente ese es el cometido de la castidad. Esa virtud que hace que el lenguaje de los sentimientos, pasiones y afectos, por los que se manifiesta la sexualidad, se integre en el bien de la persona, de manera que ésta se pueda relacionar libremente, como don, con los demás.
1. LA “INTEGRACIÓN” DE LA SEXUALIDAD EN LA UNIDAD DE LA PERSONA
El ser humano se realiza como persona cuando desarrolla su existencia de acuerdo con su condición humana, racional, como ser creado a imagen de Dios. Esa referencia, sin embargo, no agota por entero el plan de Dios sobre el hombre, que llega hasta el extremo de destinarlo a participar de la condición de hijo de Dios en el Hijo. Y en consecuencia sólo lleva a cabo la plenitud de su vocación si vive como hijo de Dios3. De todos modos –esto es lo que ahora interesa subrayar— la vocación a la vida sobrenatural de hijo de Dios no anula o merma la vocación primera y radical o creacional, la que le corresponde como imagen de Dios. Por el contrario, aquella es el camino necesario para llevar a ésta hasta su plena y perfecta realización.
En la cuestión que nos ocupa, eso quiere decir que, si bien no es suficiente una consideración de la persona limitada a la antropología creacional –no es ésa ―toda la verdad del hombre—, sí es necesaria. En la integración de la sexualidad en el bien de la persona es irrenunciable proceder observando la conformidad con la dignidad de la persona creada a imagen de Dios. No sólo como punto de partida, es decir, como vía para penetrar en la verdad y significado de la sexualidad humana como condición inicial, sino como horizonte en el que se debe realizar siempre la vivencia de la sexualidad. Desde cualquier punto que se mire, constituye la condición para vivir humanamente la sexualidad, es el criterio integrador de los sus diversos componentes. Se trata, sin embargo, de una visión de la persona coherente con esa antropología ―adecuada, que, dando razón de la unidad substancial de la persona humana, esté abierta a la trascendencia.
a) Necesidad de una integración ética
En esta cuestión es necesario advertir que una cosa es la integración ontológica en la naturaleza personal del ser humano y otra es la integración ética de las diversas dimensiones de la sexualidad, obra de la voluntad racional y libre. No tener en cuenta esta distinción puede llevar a graves equívocos. Así, el hecho de que la fecundidad biológica no sea continua, sino que se siga tan sólo en épocas determinadas, ha llevado a algunos autores a afirmar que «debe ser asumida en la esfera humana y estar regulada por ella»5. La dimensión procreativa, en realidad, sería algo no humano —infrahumano—. Es la conclusión a la que se llega desde una concepción de la naturaleza humana que se identifica con la biología, o desde una concepción de la persona como libertad trascendental.
La sexualidad con sus bienes y significados es de la persona. Como tal, es humana y personal, no necesita ser integrada en la persona. En el nivel ontológico, la orientación a la fecundidad, inmanente a la sexualidad como dimensión constitutiva del ser humano, es humana y de la persona: no es una propiedad exclusiva del cuerpo sino de toda la persona corpóreo-espiritual y, por tanto, sexuada6. Los diversos dinamismos físico- fisiológicos, psicológicos, espirituales etc. de la sexualidad son todos humanos. Se derivan de aquí, entre otras, dos conclusiones: a) la integración sólo puede entenderse en el nivel ético, es decir, en sentido operativo y virtuoso. (Porque una cosa son los actos humanos y otra la estructura de la sexualidad. Ésta, evidentemente, no se puede identificar con la actividad moral); b) esa integración no puede consistir en la supresión o minusvaloración de cualquiera de las dimensiones y dinamismos de la sexualidad, sino que, por el contrario, ha de cifrarse en la armonización de todos ellos dentro de la unidad de la persona.
Y dado que el carácter personal es propio de la sexualidad humana gracias al espíritu -la sexualidad participa de la condición personal en virtud de la unión substancial corpóreo-espiritual del ser humano-, el criterio de la integración ética de la sexualidad estará siempre en la participación de la espiritualidad y libertad propias del espíritu. Cuanto más transido esté de racionalidad y libertad, más —por este motivo— el ejercicio de la sexualidad participará de la condición personal y estará integrado éticamente. Una consecuencia, entre otras, es que la subordinación de los dinamismos físico-fisiológicos, psicológicos... a los espirituales es una exigencia de la misma estructura de la sexualidad, en tanto que dimensión humana, de la persona.
Ahora bien, es evidente que esta integración sólo podrá hacerla la voluntad en la medida que proceda de una manera verdaderamente racional y libre. Y para ello son presupuestos irrenunciables: el conocimiento de la verdad y del bien de la sexualidad, y el dominio necesario para dirigir hacia esa verdad y bien los diversos dinamismos de la sexualidad. Porque no se puede querer racionalmente lo que no se conoce, ni se puede decidir sobre algo si no se es libre para hacerlo. Y, por otro lado, es toda la persona, en todos sus dinamismos y dimensiones, la que está comprometida en la integración de la sexualidad.
b) El conocimiento de la verdad y del bien de la sexualidad
Aunque la verdad y el bien moral de la sexualidad no se identifican con sus estructuras físicas y biológicas, la actuación racional, es decir, el ejercicio racional sí descubre en ellas la vía para su conocimiento y también para su fundamentación ética. La persona no es libre ni ejerce su libertad al margen o separadamente de su naturaleza.
A diferencia de los demás seres de la creación visible, la persona humana no está sometida a las leyes de su ―ser de manera automática y necesaria, sino que tiene en sus manos la capacidad de actuar sobre ellas y de hacerlo de una manera u otra. Esa libertad, sin embargo, es creada. Pertenece a la esencia de esa libertad respetar —no rechazar— el orden del Creador impreso en la creación. Y como ese orden inscrito en el ser y estructura de las cosas es diverso en las de naturaleza física y en las de naturaleza espiritual, es claro que es diverso también el alcance y dominio de la libertad. En los seres de naturaleza espiritual —la naturaleza humana corpóreo-espiritual— lejos de haber oposición entre la naturaleza y la libertad, la primera es fuente y principio de la segunda. «El hombre es libre, no a pesar de sus inclinaciones naturales al bien, sino a causa de ellas». Por ello, para obrar libremente, es del todo necesario conocer primero la naturaleza de las cosas sobre las que se actúa.
En el tema que ahora consideramos hay que decir que la verdad, el bien de la sexualidad, se conoce, en primer lugar, en la misma naturaleza humana, en las inclinaciones inmanentes a la sexualidad. Porque «no se trata de inclinaciones cualesquiera; se trata de inclinaciones humanas. Esto es, se trata de la persona humana en cuanto sexualmente inclinada hacia un bien, un bien que no puede ser más que humano». Y, en consecuencia, conociendo ese bien –el bien de la sexualidad–, se conoce el camino para realizarlo. Las inclinaciones de la sexualidad no constituyen sin más e inmediatamente las normas de la moralidad sexual. Pero esas inclinaciones sí son el camino que permite conocer la verdad y el bien de la sexualidad, que han de observarse para que la actividad sexual sea recta. Es lo que se afirma cuando se dice que la ley natural —en este caso, de la sexualidad— es obra de la razón práctica del hombre.
Además de la ley natural, para conocer la verdad y el bien de la sexualidad, Dios ofrece al hombre la ayuda de la Revelación, cuya plenitud es Cristo mismo. De esa manera, además, es capaz de llegar a penetrar en el bien y significado de la sexualidad en el orden sobrenatural, es decir, en el bien del hombre incorporado al misterio de Cristo Salvador. El hombre no se encuentra sólo en la búsqueda del bien y de la verdad.
c) El dominio de sí mismo en la integración de la sexualidad
Como es sabido, el dominio sobre la naturaleza puede ser el que corresponde a la racionalidad técnica o el propio de la racionalidad ética. Uno y otro responden a un tipo de racionalidad esencialmente diferente. Para la racionalidad técnica lo que prima es la eficacia: que el medio sirva para conseguir el fin. Para la racionalidad ética, en cambio, el criterio principal es el respeto a la naturaleza de los bienes que se usan. En la valoración de la relación medio-fin no se puede, por tanto, prescindir de la naturaleza de las realidades sobre las que se actúa. En última instancia, se trata de ver si la actuación que se lleva a cabo es conforme con el proyecto de Dios inscrito en el ―ser de las cosas y conocido por el entendimiento práctico. El hombre no es el creador de la verdad y del bien. Su cometido consiste en descubrir esa verdad y bien y, una vez conocidos, ser respetuoso con ellos en su actividad.
En relación con el bien de la sexualidad, sólo es conforme con la dignidad de la persona el dominio que corresponde a la racionalidad ética, es decir, el que está de acuerdo con la naturaleza de la sexualidad. Como bien de la persona, la sexualidad tiene una significación en sí misma, reflejo, en definitiva, del proyecto creador de Dios. A la persona humana sólo le cabe descubrir esa verdad y bien y observarlos en su actividad. Es el dominio propio de la racionalidad ética, que consiste en respetar la verdad, los significados y bienes de la sexualidad, integrándolos en el bien de la persona. Y esto sólo es posible si se observan los valores éticos de la sexualidad: una condición absolutamente necesaria en la integración de la sexualidad en el bien de la persona.
Al hombre ―histórico —el de la concupiscencia— esto no le sería posible sin el auxilio de la Redención y de la gracia. De todos modos, como el hombre ―histórico es también el hombre de la ―redención y, en consecuencia, en los incorporados a Cristo, el pecado ha sido vencido, esa integración ha comenzado ya; aunque de forma definitiva sólo tendrá lugar al final con la resurrección de los cuerpos. Precisamente ese final es el que descubre el horizonte de integración de la sexualidad en el bien de la persona a lo largo del proceso redentor ya iniciado.
La redención del cuerpo —y, por tanto, la integración de la sexualidad— «no significa la destrucción de la dimensión psicosomática del hombre. Significa que el espíritu —o, mejor, la subjetividad espiritual— del hombre penetrará plenamente en el cuerpo (plenitud intensiva y extensiva) y, por tanto, los dinamismos espirituales gobernarán por entero los dinamismos psicosomáticos, con la correspondiente consecuencia de una completa subordinación de estos a aquellos (...). En esta espiritualización, es decir, integración de la persona humana, consiste la perfecta realización de la persona. Y, en efecto, la persona humana perfecta no es un sujeto espiritual privado del cuerpo; no es una persona en la que sus dimensiones constitutivas estén dinámicamente en oposición entre sí; no es una persona en la que la unificación ocurra por negación. Es la persona en la que se da una perfecta participación de todo lo que en el hombre es psicofísico en lo que en ella es espiritual». En otro contexto, San Josemaría incidía sobre este mismo aspecto al proclamar que la limpieza de vida «se halla igualmente lejos de la sensualidad que de la insensibilidad, de cualquier sentimentalismo como de la dureza del corazón».
Como consecuencia del pecado de ―los orígenes, el ser humano experimenta que en su humanidad se ha quebrado la armonía de la sexualidad en la unidad interior de su ser corpóreo-espiritual, y también en la relación interpersonal entre el hombre y la mujer. Con frecuencia advierte el bien que debe hacerse, percibe la verdad de la sexualidad y, sin embargo, realizarlo exige lucha, cuesta esfuerzo. La integración del bien de la sexualidad en el bien de la persona no se realiza sin dificultad. Pero es posible. Vivir esa integración está al alcance de todos si se ponen los medios: «la criatura racional posee una inteligencia admirable, chispazo de la Sabiduría divina, que le permite razonar por su cuenta; y esa estupenda libertad, por la que puede aceptar o rechazar una cosa u otra, a su arbitrio». Y no se puede olvidar que en esa lucha se cuenta siempre con la gracia de Dios.
2. LA CASTIDAD COMO “INTEGRACIÓN” DE LA SEXUALIDAD EN LA PERSONA
La castidad se puede definir como la virtud que orienta la actividad de la sexualidad hacia su propio bien, integrándolo en el bien de la persona. Hace que el lenguaje de la sexualidad no se degrade y responda a la verdad que está llamado a expresar. Es la virtud que impregna de racionalidad el ejercicio de la sexualidad. La castidad lleva a percibir el significado de la sexualidad y a realizarlo en toda su verdad e integridad.
a) Afirmar el valor de la persona
En cuanto psico-físicos, los diversos dinamismos que componen la sexualidad se dirigen hacia su bien sólo en cuanto sensible (la dimensión erótica), no en cuanto dimensión o lenguaje de la persona. Son instintivos y éticamente neutros. Para que se orienten hacia su bien en cuanto dimensión de la persona es necesaria la intervención de la voluntad racional.
La persona posee interioridad, es ―alguien, no ―algo ni una más entre las cosas. Hay una diferencia esencial entre la persona y las cosas. Con relación a ellas es ―otra. Pero también es ―otra respecto a los demás ―tú o personas. El ―tú –cada persona— no se distingue de los otros ―tú simplemente porque son un ―no-yo. Cada ―tú es ―él y sólo ―él. Una de las características de la persona es su ―mismidad e ―inalienabilidad: es insustituible e irremplazable. Aunque los valores inherentes a la persona juegan un papel importante en la valoración que se debe hacer de ella, no son más que una particularidad de su ser. Y el valor de la persona está ligado –debe estarlo— a su ser íntegramente considerado. La conciencia de esta verdad exige que la reacción ante el bien de la sexualidad sea elevada al nivel de la persona. No puede quedarse encerrada en el bien sensible sin más. Esa integración es el amor en sentido verdadero. El amor es afirmación de la persona o no es amor.
Por eso el lenguaje de la sexualidad ha de ir de persona a persona y eso tan sólo es posible si responde a una decisión ―libre de la voluntad racional. Ha de ser obra de la voluntad, porque esa afirmación de la persona (es bueno que ―tú existas) es un compromiso real de la libertad de la persona-sujeto (el que ama), fundado sobre la verdad que corresponde a la persona-objeto (el amado). Y ha de ser obra de la voluntad ―racional, porque la persona en cuanto tal no es objeto de la percepción sexual, ha de ser descubierta por un saber intelectual previo. Una voluntad que ha de penetrar todas las reacciones, el comportamiento en su totalidad respecto de la persona. Porque no se trata de dejar de lado los valores inherentes a la persona (v. g. los sensuales, los corporales, etc.) sino de ligarlos a la persona. El amor, para ser auténtico, ha de dirigirse a la persona, no sólo al cuerpo o al ser humano de distinto sexo.
Sólo de esa manera, gracias a un acto de la voluntad racional, la persona puede ser conocida y afirmada. Y es entonces cuando los movimientos de los dinamismos psico-físicos adquieren su calificación moral. Ésta es buena, es decir, responde al bien de la sexualidad, si es integración de los diversos dinamismos (psico-físicos, espirituales...) de la sexualidad en el bien de la persona. Precisamente, ése es el cometido de la castidad. Es la virtud que lleva a descubrir «en todo lo que es ―erótico el significado personal del cuerpo y la auténtica dignidad del don» y hace capaz de realizarlo efectivamente.
Como parte de la virtud de la templanza, la castidad –se acaba de decir— tiende a impregnar de racionalidad las pasiones y los apetitos de la sensibilidad humana. Desde la perspectiva ontológica, la sexualidad – «en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico»— es personal y verdaderamente humana. Pero se realiza como tal –es decir, el lenguaje de la sexualidad es auténtico y responde a la verdad— tan sólo «cuando está integrada en la relación de persona a persona»
La castidad se realiza, sobre todo, en ―el corazón, en el interior de la persona. «La dignidad del hombre requiere que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa». Y además de consciente (con advertencia, porque se trata de una actuación humana), ha de ser conforme con la dignidad o bien de la persona (observando el orden moral recto).
Por eso «la virtud de la castidad entraña la integridad de la persona y la totalidad del don». Entraña la «integridad de la persona», porque sólo cuando la unidad de los diversos elementos del lenguaje de la sexualidad (pensamientos, palabras, obras, etc.) está asegurada en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual, se es libre para relacionarse con los demás en la verdad. «La unidad de la persona (...) se opone a todo comportamiento que la pueda lesionar. No tolera ni la doble vida ni el doble lenguaje». Y entraña la «totalidad del don», porque para ser castos no basta con someter las pasiones al dominio de la razón, es necesario que ese dominio –consecuencia del señorío sobre uno mismo— esté al servicio del amor. Y el amor sólo es verdadero si es total, es decir, si a la persona del otro se le valora por lo que es (observada su condición de esposo/esposa, padre/madre, hermano/hermana, casado/casada, soltero/soltera, etc.). Lo que exige una relación de donación gratuita y desinteresada. El dominio de sí, propio de la virtud de la castidad, está ordenado al don de sí mismo.
Como virtud, la castidad es, además, una inclinación permanente de la voluntad. Para asegurar el dominio sobre el apetito sexual no es suficiente una actuación puntual, se requiere una disposición permanente y firme de la voluntad. Primero, porque el apetito sexual acompaña al ser humano a lo largo de toda su existencia y su actuación exige ser asumida, en cada caso, por la voluntad racional, para que conduzca afectivamente al bien de la persona. Y, evidentemente, son múltiples las circunstancias a las que deben estar ligadas las elecciones de la voluntad. (Como condición del ser humano la libertad ha de ejercerse en la historia de cada día). Después, porque, si bien el hecho redentor de Cristo ha vencido el pecado, el desorden introducido por ese pecado permanece y, en consecuencia, se hace difícil lograr el dominio sobre la sexualidad. Es necesaria, por tanto, una inclinación estable que lleve a la persona a ordenar toda la esfera de lo sexual de acuerdo con su dignidad.
La castidad se puede describir como el ―modo de ser que comporta el dominio racional y firme de la voluntad sobre el apetito sexual. Y esto se lleva a cabo de dos maneras: haciendo que la persona sea capaz de rechazar cuanto contradice el significado esponsal del cuerpo, de la verdad del cuerpo como apertura a la donación (negativamente) y, sobre todo, haciendo que sea capaz de realizar el bien de la sexualidad (positivamente)
Por eso la castidad es una virtud positiva y orientada al amor. Crea la disposición necesaria en el interior del corazón para responder afirmativamente a la vocación del hombre al amor. «La castidad —la de cada uno en su estado: soltero, casado, viudo, sacerdote— es una triunfante afirmación del amor». Sólo de esa manera el cuerpo humano, en las funciones que le son propias, se orienta adecuadamente al fin de la persona y a los medios para alcanzar ese fin. Por ese mismo motivo es una virtud necesaria para todos los hombres en todos los estados y etapas de su vida. «La castidad —no simple continencia, sino afirmación decidida de una voluntad enamorada— es una virtud que mantiene la juventud del amor en cualquier estado de la vida. Existe una castidad de los que sienten que se despierta en ellos el desarrollo de la pubertad, una castidad de los que se preparan para casarse, una castidad de los que Dios llama al celibato, una castidad de los que Dios llama al matrimonio».
Como afirmación de la persona, la castidad comporta, por tanto, ordenar en el interior de la persona (y en las manifestaciones con los demás) aquellas reacciones que tienen su fuente en la sensualidad y afectividad y, a la vez, comprometer la libertad mediante la adecuada elección y responsabilidad. Por eso precisamente es necesaria la educación en la virtud de la castidad: el orden e integración del lenguaje de la sexualidad en sus diversas reacciones en el bien de la persona no es automático, exige esfuerzo para vencer las dificultades derivadas de la concupiscencia; y, en esa educación, es necesaria también la presencia de la ética. Como consecuencia del pecado de ―los orígenes, el ser humano encuentra dificultades en la integración de la sexualidad: en la percepción y realización del bien de la sexualidad.
b) El pudor y la modestia al servicio de la castidad
Con la castidad guardan una estrecha relación el pudor y la modestia. En realidad, como explica Santo Tomás, no se trata de virtudes distintas sino de la misma virtud en cuanto ordena aspectos diversos relacionados con el bien de la sexualidad. En su sentido más específico, se entiende por modestia «la virtud que gobierna nuestras acciones, gestos y actitudes de modo que, en lo posible, no demos a los demás –ni a nosotros mismos— ocasión de apetencias sexuales desordenadas». El pudor, en cambio, entendido también en su sentido más específico, se refiere al movimiento que protege la intimidad sexual de la persona: viene a ser el hábito que «no sólo advierte contra el abuso efectivo de la facultad sexual, sino también contra lo que despierta sus impulsos sin justificación y pone en peligro la castidad». Sin identificarse con la castidad, la modestia es defensa externa al mismo tiempo que efecto del pudor, y uno y otra expresión y forma de la castidad.
El sentimiento del pudor –y su manifestación: la modestia— es, en su raíz, innato a la persona humana, responde a la íntima convicción que percibe el ser humano de su propia dignidad e inviolabilidad. «Nace con el despertar de la conciencia personal». Frente a la rebelión de la sexualidad, surge espontáneamente como defensa de la persona que no quiere ser reducida al ámbito de lo sexual. De suyo, por tanto, «no es signo de represión sobre la espontaneidad humana» sino exigencia de la persona en razón de su constitución corpóreo-espiritual, perturbada por el pecado de ―los orígenes. En cuanto hábito o virtud, es, en sus líneas esenciales, el resultado de un proceso racional conforme con la naturaleza humana.
Con el pudor está relacionado frecuentemente el sentimiento de vergüenza. Y este sentimiento, que se deriva de la concupiscencia debida al pecado de ―los orígenes y que puede dar lugar, en ocasiones, a manifestaciones patológicas, es, sobre todo, indicador de la delicadeza que debe rodear siempre cuanto se refiere a la sexualidad como bien de la persona.
«El pudor protege el misterio de las personas y de su amor. Invita a la paciencia y a la moderación en la relación amorosa; exige que se cumplan las condiciones del don y del compromiso del hombre y la mujer entre sí. El pudor es modestia; inspira la elección de la vestimenta. Mantiene silencio o reserva donde se adivina el riesgo de una curiosidad malsana; se convierte en discreción»
c) La castidad, don del Espíritu Santo
Como virtud sobrenatural, la castidad es un don de Dios, una gracia que el Espíritu Santo concede a los regenerados por el bautismo. Integrar el bien de la sexualidad en el bien de la persona es una tarea, exige el esfuerzo de la voluntad. En esa lucha, sin embargo, el hombre no se encuentra solo. Cuenta con el poder del Espíritu Santo, que, obrando dentro del espíritu humano, hace que su actuación fructifique en bien34. Es un don que, respetando la libertad humana, la sana, perfecciona y eleva hasta hacer al hombre capaz de elegir el verdadero bien, sin dejarse llevar por las apetencias a las que, como consecuencia del pecado, es tentado por la concupiscencia de la carne. Causa, por tanto, en el hombre una connaturalidad que le lleva a querer el bien de la sexualidad como camino para hacer de su vida una donación de amor a Dios y, por Él, a los demás.
La Sagrada Escritura considera la castidad como fruto del Espíritu Santo y una virtud cristiana característica. Es un fruto del Espíritu en el hombre, que lo dispone para «mantener el propio cuerpo en santidad y respeto», dejándole «plenamente abierto el acceso a la experiencia del significado esponsal del cuerpo y de la libertad del don que va unida con él y en la que se revela el rostro profundo de la pureza y su vínculo orgánico con el amor».
«La infusión de la caridad en la voluntad es el primer fruto de la presencia del Espíritu Santo en la subjetividad espiritual del hombre. Es esta inhabitación el acontecimiento decisivo para el obrar humano, el cual viene, por tanto, a configurarse como fruto de esta presencia, fruto del Espíritu. (...) El espíritu Santo habita en el ―corazón de la persona y la dispone permanentemente para recibir su luz y su moción (don de la Sabiduría): luz con la que la persona intuye el carácter valioso, la belleza única del ser persona y moción que la empuja al don. De este modo se orienta al bien inteligible de la sexualidad (virtud de la caridad). Inspira y gobierna la dimensión erótica de la sexualidad, que se integra en la persona (virtud de la castidad). Y la persona realiza su castidad en la santidad».
«La pureza como virtud, o sea, capacidad de ―mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, aliada con el don de la piedad como fruto de la morada [inhabitación] del Espíritu Santo en el ―templo del cuerpo, confiere a este cuerpo tal plenitud de dignidad en las relaciones interpersonales que Dios mismo es glorificado en él. La pureza es la gloria de Dios en el cuerpo humano, a través de la cual se manifiestan la masculinidad y la feminidad. De la pureza brota esa belleza singular que impregna cada esfera de la convivencia recíproca de los hombres y permite expresar en ella la sencillez y profundidad, la cordialidad y la autenticidad irrepetible de la confianza personal»
3. LA CASTIDAD EN LOS DIFERENTES MODOS DE VIDA (LAVIRGINIDAD Y EL MATRIMONIO)
«Todo bautizado es llamado a la castidad. (...) Todos los fieles de Cristo son llamados a una vida casta según su estado de vida particular». El bien de la sexualidad que afecta al ser humano en su totalidad, después del pecado de ―los orígenes necesita ser integrado en el bien de la persona. Sólo así se realiza según toda su bondad. Esa integración, que se lleva a cabo con la ayuda de la gracia del Espíritu, por la virtud de la castidad, puede asumir dos modos fundamentales: el matrimonio y la virginidad o celibato por el reino de los cielos.
a) La castidad conyugal, integración de la sexualidad en la persona
Si la bondad de la sexualidad humana está constituida por dos elementos o dimensiones (la unitiva = está al servicio de la relación interpersonal; y la procreadora = pone las condiciones para la transmisión de la vida), la cuestión que ahora se considera se puede formular así: cómo realiza el matrimonio esa bondad.
La respuesta a esa cuestión exige tener siempre a la vista la naturaleza de la sexualidad humana, es decir, qué clase de bien es el de la sexualidad. Con el término ―sexualidad –recordamos— se puede aludir a la persona humana (en cuanto es hombre o mujer), a la facultad sexual (la potestad o el dinamismo espiritual y psico-físico capaz de obrar sexualmente) y al ejercicio o actuación de esa facultad sexual. Pues bien, lo que caracteriza al ejercicio o actividad sexual es que compromete a la persona en cuanto tal. Es la persona misma la que se implica en esa actividad (no sólo los sujetos o personas que se vean envueltos en esa actividad, sino también la persona que pueda venir a la existencia como fruto de esa actividad). Por eso, precisamente, la actividad de la sexualidad sólo es buena o conforme con su naturaleza, si es conyugal, es decir, si tiene lugar en el matrimonio uno e indisoluble.
Como lenguaje de la persona, el ejercicio de la sexualidad ha de ir de persona a persona. De manera negativa eso quiere decir que la persona del otro nunca puede ser usada como un objeto ni utilizada como un medio al servicio de una función. Y de manera positiva, que ha de ser valorada siempre por sí misma. En esa relación la persona es insustituible, no es intercambiable por ninguna otra. Se relacionan las personas, no sus funciones. Por eso la actividad sexual ―exige el marco de la exclusividad (uno con una) e indisolubilidad (para siempre). Esto es, el matrimonio uno e indisoluble.
A la misma conclusión se llega si se considera que la procreación es también una dimensión de la sexualidad. Es evidente que sólo es posible observar esa dimensión y, por tanto, respetar la naturaleza de la sexualidad, en aquellas relaciones que no cierren el paso a la apertura a la vida (v. g. las homosexuales, la masturbación, etc.). Pero tampoco se respeta esa dimensión procreadora en cualesquiera de las actividades sexuales fuera del matrimonio. En efecto, el hijo, como posible fruto de la actividad sexual, sólo es recibido de acuerdo con la dignidad de persona si su venida a la existencia tiene lugar en un espacio de amor verdadero. Pero, como se acaba de ver, esa autenticidad sólo es posible en el marco de la unión matrimonial una e indisoluble. Por otra parte, ese mismo marco viene reclamado por el desarrollo armónico en los diversos ámbitos de su personalidad, al que, como persona, el hijo está llamado.
Pero advertir la motivación profunda de la necesidad del matrimonio uno e indisoluble como marco necesario para el ejercicio de la actividad sexual a fin de que sea digno de la persona humana –y, por tanto, bueno éticamente—, pide una ulterior reflexión. Darse cuenta, en efecto, de que, como el ser humano –todo ser humano— ha sido creado por Cristo y para Cristo, la unión matrimonial de que se habla es participación en el misterio de amor de Cristo por la Iglesia. Por eso, al mismo tiempo que exigencia antropológica, es don o gracia de Dios para la realización de la bondad de la sexualidad.
La conclusión es que, en cuanto virtud propia de los casados, la castidad conyugal está indisociablemente unida al amor conyugal. Integra la sexualidad de tal manera que puedan donarse el uno al otro sin rupturas ni doblez. Está exigida por el respeto y estima mutuos que como personas se deben ya los esposos; además de que así lo reclaman también los otros bienes del matrimonio. Es una virtud que está orientada al amor, la donación y la vida.
b) La virginidad o celibato en la integración de la sexualidad  
La pregunta que aquí se plantea es la misma que se hacía a propósito del matrimonio: cómo realizan, la virginidad o celibato, la bondad de la sexualidad, es decir, en qué consiste la castidad que debe caracterizar a la virginidad o celibato por el reino de los cielos.
Uno de los elementos propios de la virginidad es la práctica de «la castidad en la continencia». El que sigue ese estado de vida ha elegido la abstinencia absoluta y total de cualquier actividad sexual. Sin embargo, la excelencia de la virginidad no se debe sin más a la renuncia a la actividad sexual. Esa actividad practicada según el orden y modo debidos es buena. «La Revelación cristiana –dice Familiaris consortio— conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el matrimonio y la virginidad». La razón de la excelencia de la virginidad hay que buscarla, por tanto, en el motivo de esa renuncia, que de esa manera se hace realización posible del bien de la sexualidad. Esa razón no es otra que «el vínculo singular que [la virginidad] tiene con el reino de Dios».
Para advertir que la virginidad es realización de la bondad de la sexualidad –esa es la cuestión planteada— ha de acudirse al misterio de Cristo, en quien, según recuerda Gaudium et spes, se revela plenamente la verdad entera sobre el hombre46. Porque es el amor de Cristo lo que, tanto el matrimonio como la virginidad, tienen que revelar o manifestar, un amor que, siendo total, es a la vez exclusivo y universal (todos y cada uno de los seres humanos es amado por el Señor con un amor único y personal: todos y cada uno pueden decir con verdad «me amó y se entregó a la muerte por mí»). Es evidente, sin embargo, que la donación sexual, por ir de persona a persona, sólo será total si es exclusiva. La exclusividad es intrínseca a esa donación porque se realiza a través de la corporeidad (esta persona y no otra). Para que esa donación, siendo total, sea a la vez universal, es necesario que quede excluida cualquier forma de actividad sexual. Sólo de esa manera es posible amar o donarse a todos y cada uno totalmente. La expresión de esa capacidad de donación es la continencia o exclusión de toda actividad sexual.

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