San José, un hombre fiel
En este mundo, esclavo del pragmatismo la fidelidad de san José nos enseña que es más importante la fidelidad que la eficacia.
El mes de marzo nos invita a contemplar a san José, un santo maravilloso. Un santo que toca los corazones, un santo que conmueve, que fascina, que seduce. Casi diría, si así se pudiese decir, un santo no apto para cardiacos.
San José es un santo impresionante, desconcertante, grandemente luminoso. Su vida nos empuja a pensar, a plantearnos nuevas preguntas, a mirar muchas cosas con sentido crítico, a arrumbar prejuicios, a descubrir nuevos horizontes, a desear escalar nuevas y más altas cumbres. Así su vida nos es tanto manantial cristalino, dulce, manso y suave, como cañonazo atronador que nos despierta del somnoliento andar por la vida.
El mundo está abocado a buscar éxitos. Vive de resultados visibles y tangibles. Vive de la eficacia. Siendo éste comparable al agricultor que tiene toda su ilusión en que aumente mucho el número de manzanas de oro que cuelgan de las ramas de sus frutales. Unos, de poco vuelo, aspiran a resultados materiales. Otros, de vuelo de mayor altura, no careciendo de buenos y nobles deseos, aspiran a resultados apostólicos y a resultados espirituales. Pero incluso éstos llevan el corazón embargado en querer los resultados visibles que apetecen, que no necesariamente coinciden con los grandísimos y misteriosos resultados que Dios quiere.
San José no corre tras los resultados y grandezas tras las que corre el mundo universo. Está ubicado como en otra dimensión, a millones de años luz, en otra galaxia. ¡Grande fue san Pablo! Pero, san José, sin haber hecho tan grandes discursos apostólicos, ocupa un lugar importantísimo en la historia de la salvación. ¡Grande fue santo Tomás! Pero, san José, que no escribió ninguna Suma Teológica, escaló las profundidades del corazón de Dios. ¡Grande fue Miguel Ángel! Pero, san José, sin haber labrado tan bella y famosa escultura del adorable redentor, la esculpió en su corazón, y lo hizo aún con un arte mayor, con más cariño y con más afecto.
A san José no le interesaron tanto los resultados, las apariencias, como las actitudes. Lo que le interesa es la verdadera grandeza, la cual consiste en hacer la voluntad de Aquel que no se deja ganar por nadie en generosidad, Dios. Aun cuando ésta consista en realizar lo que juzgamos más pequeño y más miserable. Lo que sencillamente palpita en el corazón de san José es el amor a su esposa y al divino hijo de la Virgen Santísima. A las puertas del corazón de san José palpita especialmente sacar adelante a la familia, rebosar de amor familiar sencillo. San José ha sido más feliz con el Niño Jesús en sus brazos, todo su contento, que con el más y más de un consumismo material o espiritual, insaciable y absurdo, que lleva a correr tras las cosas hasta vaciarnos y apagar paulatinamente la llama del amor fraterno. San José, a las grandezas del mundo, a la preciosa grande rueda de oro, antepone la sencillez amorosa y familiar, la rueda pequeña, la que está en su sitio, la que no está dislocada. En este sentido, san José es un santo revolucionario. O, usando una palabra, más correcta y pulida, san José es un santo que está por encima de las modas de la altura de los tiempos.
Pero, san José no sólo es el santo de la vida sencilla y familiar, sino que, de tejas abajo, parece que todo le sale mal. ¡Con qué problemas tiene que batallar!: le ocurren cosas desconcertantes, el Niño Jesús nace en un lugar pobre, persiguen a éste, queriendo matarlo, san José tiene que huir a un exilio en el cual están los ídolos de los egipcios, y tantas otras tribulaciones. Es decir, le ocurre todo lo contrario a lo que la gente entiende por auto-realizarse según los propios criterios. Pero, san José, estilizada espiga dorada, que subía bella y fervorosamente hacia el cielo, ha sido el que se ha dejado cortar, moler y convertir, finalmente, en algo así como un abrazo a la Sagrada Eucaristía.
Pero lo maravilloso del caso es que san José, el santo de la vida sencilla y familiar, el santo sobre el cual han llovido tantas desgracias, es el santo que habrá hecho más bien después del divino maestro y de la Santísima Virgen María. San José, en su vida en la tierra, vida familiar, ha superado a los grandes Premios Nobeles, a Aristóteles, a los físicos atómicos, ni san Pablo ha llegado a la altura de sus zapatillas. De tejas abajo diríamos que la hormiga ha vencido al león, lo pequeño ha sido más grande que lo grande. En san José, David ha vencido a Goliat.
El secreto del triunfo de san José ha sido ser un gran santo, un hombre providencial, un verdadero y dócil instrumento de Dios, un hombre que ha sabido amar, que ha llevado vivamente impreso en su corazón al Niño Dios, a la Santísima Virgen María y a la humanidad entera. El secreto de san José está en que no ha seguido aquello que le venía a la cabeza, lo que parecía más apetecible, sino que se ha sometido al proyecto misterioso, al plan de Dios sobre él. El hermoso y espiritual mural de san José no ha sido pintado por él sino por la mano del artífice infinitamente sabio. En san José el diminuto hombre ha dejado paso al Altísimo, la obra humana ha dejado paso a la obra de Dios. Por todo esto san José reluce más que el mayor de los brillantes.
Habrá pues que volver a la bendita sencillez de san José, mucho más benéfica que la vida sujeta a la esclavitud de los resultados. San José, el hombre de familia, el hombre fiel en medio de las desgracias, el hombre piadoso, el hombre de la santidad y del ardor apostólico, que se abandona en los misteriosos brazos de Dios, es una potente ayuda para lograr un equilibrio: enseña a ser santos y apóstoles a la vez, a tener verdadero ardor apostólico y verdadero apostólico ardor.
Gracias a Dios, en el mundo ha habido muchas personas, sencillos padres y sencillas madres, , que no ocupando las líneas del libro de la historia, se han parecido a san José y han sido mucho más grandes que muchos de los grandes personajes del teatro del mundo que es el escenario grandioso y grandilocuente de la historia. Ellos han sido una verdadera bendición para la humanidad. ¡Cuánto les debe ésta!
Por: José María Montiu de Nuix | Fuente: Catholic.net
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